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febrero 11, 2016 | 166 vistas

CUSCATANCINGO, El Salvador, febrero 10 (AP)

Para los trabajadores de la salud que combaten el zika en buena parte de América Central, la amenaza más inmediata no es el mosquito que transmite el virus. Son las pandillas que controlan barrios y calles y a veces amenazan sus vidas.

Pandilleros armados y bien organizados de la Mara ejercen un control casi total sobre barrios enteros usando centinelas para vigilar quién entra y quién sale. En algunos casos, les niegan acceso a los trabajadores porque sospechan que colaboran con la policía o con pandillas rivales.

En 2014, un miembro de un cuerpo médico de emergencias que acompañaba a un grupo de fumigadores murió baleado por miembros de la Mara que le levantaron la camisa y vieron que tenía un tatuaje de una pandilla rival, según versiones de los medios. En Honduras y Guatemala ha habido incidentes parecidos, en los que los fumigadores son perseguidos, agredidos o se les cobra un pequeño impuesto para darles acceso al barrio.

“El estado está ausente” en esas zonas dijo Carlos Carcach, criminólogo de la Escuela Superior de Economía y Negocios de El Salvador. “El estado está siendo reemplazado por la pandilla”.

Se han identificado más de siete mil posibles casos de zika en El Salvador, donde las autoridades recomiendan a las mujeres no quedar embarazadas por dos años debido a los defectos de nacimiento que se sospecha pueden estar vinculados con el virus. El país lanzó además una campaña contra el mosquito Aedes aegypti, enfocada en la fumigación y la eliminación de pozos de agua y desperdicios donde se reproduce la larva del mosquito.

Pero El Salvador, un país de sólo seis millones de habitantes, registró más de 700 asesinatos en enero y tuvo una tasa de homicidios de 103 por cien mil habitantes el año pasado, que se cree es la más alta del mundo en países que no están en guerra abierta.

Es en este contexto en el que los trabajadores gubernamentales tratan de contener el zika.

Para ingresar a Cuscatancingo, en las afueras de San Salvador, un periodista se encontró con un residente de la zona afuera del barrio y llegó allí en auto, para no llamar la atención de los pandilleros.

Al acercarse a la clínica estatal Villa Mariona, el conductor bajó las ventanillas del vehículo para que un grupo de jóvenes maras, con bluyín escurridos y debajo de la cadera, el cabello engominado y camisas a cuadros, pudiesen ver adentro. Uno preguntó qué estábamos haciendo y si el periodista tenía cámaras. De repente apareció un patrullero, alguien gritó “¡la policía!” y todos salieron corriendo.

Varios años atrás la clínica tuvo que cerrar por varios meses porque el personal estaba siendo extorsionado, de acuerdo con Nelson Mejía, coordinador de salubridad de Villa Mariona. Él y el director de entonces se reunieron con miembros de la pandilla para explicarles por qué era importante que trabajasen allí. Los pandilleros dejaron de extorsionar al personal luego de que varios de sus miembros fueron atendidos prestamente en la clínica, y que volvió a funcionar al amparo de una tenue tregua. Pero hubo más incidentes.

Un hombre que trabajaba en un proyecto hidrológico del Ministerio de Salud fue agredido y sacado de allí. En una ocasión, cuando un empleado de la clínica iba de puerta en puerta como parte de un programa de salud, un pandillero llamó para advertir que debía irse inmediatamente porque se sospechaba que era policía.

Y un fumigador tuvo que irse después de ser amenazado por pandilleros.

“Cuando esta unidad de salud re abre, re abre con miedo”, dijo Mejía.

Cada vez que se identifica un posible caso de zika, la clínica Villa Mariona trata de despachar equipos a la zona para buscar más personas con fiebre y destruir las áreas donde se crían los mosquitos. Mejía dijo que se les niega acceso a trabajadores de otra clínica de Cuscatancingo.

Eduardo Espinoza, viceministro de salud, afirmó que esos incidentes son esporádicos y que “no hemos ninguna dificultad apreciable excepto en algunas zonas, específicamente la zona metropolitana”.

En Guatemala, los fumigadores se proponían ingresar a un barrio de la capital la semana pasada pero los residentes les advirtieron que era demasiado peligroso, de acuerdo con Sergio Méndez, coordinador de fumigaciones del ministerio de salud.

“No le pedimos apoyo a la Policía ni al Ejército para entrar al lugar, porque luego van y hacen allanamientos y a nosotros nos toca regresar, la gente piensa que nosotros los denunciamos”, dijo Méndez.

Las pandillas pueden complicar la lucha contra el zika y otras iniciativas de salud pública de formas menos directas.

El temor a los Maras hace que muchos residentes se nieguen a abrir la puerta de sus casas o dejar que ingresen trabajadores de la salud. De los nueve casos de zika registrados en la zona que sirve la clínica Villa Mariona, sólo cinco habían sido identificados porque la gente se negó a dar los números telefónicos o las direcciones de sus familiares.

Mejía dijo que el miedo también contribuye a la epidemia.

 

Por ejemplo, cuando se rompe una cañería en un barrio controlado por pandillas, el Gobierno tarda en responder porque el personal que despacha corre peligro, relató. Esto hace que el suministro de agua no sea confiable y que la gente guarde agua en barriles, el sitio ideal para la reproducción del mosquito transmisor.

Cesiah Estel Vargas, quien vive en el barrio, dijo que tiene tres grandes barriles metálicos con agua en su patio para cuando deja de circular el agua. Dos estaban cubiertos, pero el tercero no. Dijo, no obstante, que el agua de ese barril era usada en los inodoros y que se renovaba a diario, por lo que no le preocupaba la posibilidad de que allí hubiese crías de mosquitos.

Cerca de allí, Raúl Rivera mataba mosquitos adentro de su sala de estar. En una habitación vecina había un gran tanque de agua con más mosquitos.

Rivera contrajo el zika hace dos meses y no fue a trabajar por una semana. El año pasado, su madre y un hijo contrajeron chikungunya, un mal transmitido por el mismo mosquito. Dijo que sabe que el agua es un problema, pero que habían pasado meses desde la última vez que trabajadores del estado distribuyeron larvicidas para los tanques.

El hombre parece resignado a padecer estas enfermedades.

“No es nada nuevo”, expresó.

 

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