diciembre 12, 2024
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El destino o la urgencia de lo invisible

junio 26, 2016 | 142 vistas

Ramiro González Sosa

Regresé a Madera, mi pueblo natal, para acabar con la nostalgia que me agobiaba desde que salí a conocer mundo. Planeaba volver en dos años con un pasado digno de contar, encontrar una mujer propicia, emplearme o abrir un pequeño negocio, e insertarme en el rutinario camino que diariamente recorren la mayoría de mis paisanos. Sin embargo, el tiempo me arrastró con suavidad hacia un destino ignoto. Probar suerte en escenarios inéditos abate la indolencia. Habían pasado veinte años, tenía esposa, hijos y fervientes deseos de iniciar una nueva etapa, para la que creía estar preparado. Me sentía transformado. El optimismo me cambió la mirada. Sonreía con frecuencia. Iniciaba temprano mis actividades. Estaba espiritualmente fortalecido. Pensé en Ulises al regresar a Ítaca. Quien no ame su lugar de origen que adopte uno a la brevedad. Vine a Madera en varias ocasiones, de vacaciones o a visitar la familia, pero me entristecía saber que debía partir de nuevo. Ahora era diferente. La nostalgia había desparecido. Me sentía como un viajero que de pronto fuera liberado de un pesado fardo, ligero y confiado en el camino a recorrer. En los primeros días me dediqué a caminar la ciudad, y observé la transformación que había sufrido en veinte años. Algunas casas se convirtieron en negocios, los antiguos baldíos ahora soportaban construcciones, el viejo cine había cerrado, una plaza comercial era novedad, la ciudad era bulliciosa y el tráfico de mediana intensidad. Una tarde entré a la cafetería Riveroll, la más antigua de la ciudad, de gratos recuerdos; ahí había conocido a Flavia, mi primera novia, y en mis años de preparatoriano era lugar de reunión por su cercanía con la escuela. El mobiliario era diferente, pero el lugar guardaba su esencia. Me pareció reconocer a la matrona que atendía la caja, como la jovencita que en aquellos años comenzaba a ayudar a sus padres en la atención del negocio. Saboreé un capuchino, que me conectó con el pasado. Mi pasado, ese sendero que ahora veía en retrospectiva, daba otra dimensión a mis recuerdos. Otro día pasé frente al edificio de mi escuela primaria, convertida en archivo oficial del estado. Miré por las ventanas y encontré más pequeños los salones de clase que en mi infancia apreciaba inmensos. Caminé a la estación del ferrocarril, ubicada al poniente de la ciudad, y constaté lo poco que había cambiado. Me senté en una antigua banca del andén, y aunque había trabajadores que subían y bajaban a una locomotora pronta a partir, desprovista de carros de pasajeros y con tan sólo cinco vagones de carga, no pude evitar evocar aquella tarde de agosto en la que despedí en este mismo lugar a Verónica y su familia; había sido mi novia durante aquel verano, y aunque nunca la volví a ver, guardo incólume su imagen a través de la ventanilla del tren, llevando su blanca mano a los labios para enviarme un beso.

De pronto me encontraba con rostros que había dejado de ver por largo tiempo. También ellos me miraban con curiosidad. Saludaba a algunos, preguntaba por otros y en ocasiones daba cortas explicaciones sobre mi pasado. Sin haber concluido la carrera de medicina, me había desempeñado en el ambiente de los hospitales, primero como camillero, después en la morgue, y en los últimos años como laboratorista. Pero estaba cansado de ello y quería imprimir un drástico giro a mi vida. Rubia, mi esposa, era maestra de inglés. Llevaba años trabajando en una prestigiada escuela de Guadalajara, me veía tan entusiasmado que de buena gana renunció a su empleo, decidió apoyarme, y aprovechar la coyuntura para fundar su propia escuela. Mis padres estaban enterrados en el cementerio municipal, pero no era afecto a visitar panteones, menos el dos de noviembre, cuando los mexicanos hacen romería y fiesta con la muerte. Al frisar los treinta me había preguntado sobre la disposición de mis restos mortales, ¿inhumación, cremación o indiferencia ante el tema? Ahora, en mis tempranos cuarenta, de vez en cuando enfrentaba la misma disyuntiva que continuaba sin definición. Catalina y Leovigildo, nuestros únicos hijos, atrapados en la adolescencia, fueron los más férreos opositores al cambio de ciudad. Se sentían arrancados sin misericordia de sus amistades y compañeros de escuela, por una obsesión de su padre. Catalina fue la opositora más radical, recién cumplidos sus 16 años, tenía novio, y el cambio condenaba su relación a un finiquito. Suplicó quedarse en Guadalajara, después amenazó con hacerlo sin nuestro consentimiento y a regañadientes aceptó con la promesa de que iría por lo menos tres veces al año y se le compraría un carro cuando cumpliera los 18. Leo, con apenas catorce, se mostró más sumiso a nuestra decisión, sin embargo, dejaba asomar lágrimas cuando en la soledad de su cuarto era consciente de renunciar a los vecinos, a jugar con sus compañeros del futbol, y prescindir de una que otra jovencita en la que comenzaba a poner sus tiernas pupilas.

Estaba plenamente convencido que había superado una de las etapas más difíciles del drástico cambio de vida. Sentía una satisfacción íntima por haber tenido el valor de hacerlo; pero también me invadía el temor de fracasar en el nuevo proyecto de vida. La adaptación de mi familia era una incógnita permanente, a veces dudaba de mi propio optimismo y buscaba el apoyo de mi mujer. Las naves habían sido quemadas, sólo queda avanzar y conquistar. Debía encontrar una actividad donde aprovechara mi experiencia. Escoger un terreno completamente nuevo no me atraía. Sentía temor a empezar de cero. Con mi esposa, deshojaba la margarita. Instalar un pequeña tienda de artículos médicos, sillas de ruedas, prótesis, comprar y alquilar una ambulancia o bien una pequeña farmacia. Me decidió por esta última opción. A los noventa días de haber regresado al amado terruño inauguramos en un pequeño local situado frente al mercado local La farmacia Santa Teresa, en honor a mi difunta madre, con Rubia y Catalina como mis auxiliares de confianza. El presente contemplaba acciones que se venían realizando satisfactoriamente. Sin embargo, el pasado y el futuro ocupaban buena parte de mis pensamientos. Los días de mi niñez y juventud habían sido felices, con padres cariñosos y responsables; hermanos con quienes compartí juegos, viajes, aventuras y pleitos; con amigos de escuela y barrio en la dulzona década de los cincuenta. En el asomo de mi pubertad tuve enamoramientos en solitario. Y luego dejar el nido para continuar estudios en otra ciudad. El camino recorrido era el escenario que se aprecia desde el cabús de un tren, pero los recuerdos lejanos superaban a los cercanos en encanto y romanticismo. Sin embargo, el futuro, incógnita perenne, aun y cuando se afirme que tiene como mejor profeta al pasado, estaba presente en mí. Había un lugar en Madera al que no me había atrevido a ir porque no quería hacerlo de prisa, deseaba pasar toda una tarde recorriendo la calle, más precisamente las cuatro manzanas que fueron el circuito de mi mundo juvenil, observar cada una de las casas, despacito, y recordar como habían sido cuando las conocí, identificar los cambios, ver el paso del tiempo, el deterioro, las remodelaciones y por asociación inevitable evocar a sus inquilinos, a aquellos que frecuentaba y los que veía pasar a diario. Ésta era una tarea pendiente que pronto acometería para darle alimento al espíritu, a mi memoria, a los recuerdos, a mi nostalgia y quizás al duende cuya presencia percibí alguna vez.

Los seis meses del arribo a Madera coincidieron con mi cumpleaños. Era el momento de hacer balance. Todo se presentaba alentador. La farmacia progresaba, la clientela aumentaba, apenas había transcurrido la temporada invernal y la venta de toda clase de medicamentos para la gripe y los catarros se había catapultado. Mi esposa e hija eran los baluartes. Yo mantenía buena relación con los laboratorios proveedores y buscaba clínicas, hospitales, consultorios donde asegurar clientela con alto poder de compra. Algo había aprendido del aullido en tanto año de trabajar con lobos de la peor ralea. Mi hijo, ya estaba inscrito en la prepa, la misma a la que yo había asistido y donde tenía varios maestros que habían sido mis condiscípulos. Una mañana mientras esperaba que el semáforo me ofreciera el verde, escuché la voz de una mujer que provenía del vehículo contiguo.

 

–Hola Idelio, ¡qué milagro!

De reojo la vi por un instante y de inmediato la reconocí.

–¡¿Quihubo Fabiola?!, ¿qué ha sido de tu vida?

–Todo bien. Soy maestra. Me casé y tengo tres hijos –dijo rápida, pero claramente.

–Pues ya estoy de regreso por acá –dije yo, alzando un poco la voz.

–Bueno, bye, bye, dijo y arrancó, ante el claxon insistente del vehículo posterior.

Los minutos siguientes fueron de gozosos recuerdos. Lo más hermoso de Fabiola eran su sonrisa coqueta, los chonguitos de colegiala que usaba, sus pequeños pechos redondos, las bien torneadas piernas pero, sobre todo, su contagiosa alegría de vivir. ¿Cómo serían nuestros hijos si me hubiera casado con ella? ¿Cuántos hijos tendríamos? Eran preguntas de botepronto, sin respuesta, que surgieron mientras conducía.

Caminar, recorrer la ciudad, mi ciudad, si bien era necesariamente auscultar el pasado, también me actualizaba sobre las transformaciones de dos décadas. Las ciudades son seres que nacen como pequeños villorrios, se expanden y quizás un día puedan morir como cualquier ente vivo. ¿La nostalgia, el deseo de regresar al origen formará parte de la idiosincrasia de los mexicanos? Los sajones, argentinos, y los europeos en general son menos arraigados a su tierra. ¿O será cuestión de individuos en particular? Las migraciones de los pueblos ha sido una constante en la historia de la humanidad. En los tiempos antiguos la comida determinaba el lugar de asentamiento. ¿Ahora serán las necesidades laborales las que ordenan? Las ciencias sociales tienen teorías que pretenden dar respuesta a estas interrogantes, pero son sólo eso: teorías. La estructura anímica, mental y psicológica de cada individuo responde a la influencia de los factores de un tiempo, modo y lugar, por lo tanto         son individualizadas e irrepetibles. Bien decía Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias.” La propia muerte, esa amiga entrañable del mexicano, con la que ríe, juega y se divierte, sólo es una vía para atender la entrañable nostalgia de volver al origen. No puede ser de otra manera. La vida es viaje a tierras extrañas y se convierte en un perpetuo camino de retorno. Desde que nacemos comenzamos el periplo, a recorrer la circunferencia, para volver al punto de partida. Todo es circular. Lo cuadrado fenece, se agota, se irrumpe.

Una mañana, mientras desayunábamos, Catalina me miró y me dijo, directa como ella es:

–Papito este año que llevamos en Madera haz cambiado mucho, pero para bien. No te acalambres. Te veo sonriente, siempre de buen humor, energético. No sé, nunca te había visto así y sabes que eso paga cualquier sacrificio que haya tenido que hacer al dejar mi mundo en Guadalajara. Ni me digas a qué se debe. Yo conozco la respuesta, porque ese cambio es obvio, ahora entiendo la necesidad que tenías de vivir y realizarte aquí y creo que mi mami y Leo están de acuerdo conmigo.

–Claro que sí –dijo sonriente Rubia, y Leo lo aprobó levantando el pulgar y guiñendo su ojo izquierdo.

Una de las primeras visitas que hice fue a la casa de la tía Mercedes, la tía Mechita, como era conocida familiarmente entre sus numerosos sobrinos. Única sobreviviente de los hermanos y hermanas de mi padre. Era una matrona regordeta, de pelo blanco, cuello alargado, siempre con un chongo en la parte posterior de su cabeza adornado diariamente con una peineta diferente, generalmente con vivos dorados, que le daban cierto aire aristocrático. Se la pasaba rodeada de hijos, nietos y bisnietos. A sus ochenta y cinco años gozaba de excelente salud, carácter y dinero. Feliz combinación que le había permitido viajar, conocer países, hacer vida social, ser visitada, y controlar de alguna manera a su prole, mediante préstamos y generosos regalos, que sabiamente distribuidos, convertía a sus destinatarios en sus acreedores perpetuos.

–Idelio, hiciste bien en regresar a Madera. Me han contado que te ha ido muy bien. Me da gusto hijo. Un día de estos me traes a tu familia para conocerla,

–Desde luego tía –me limité a decir.

–Ya has oído eso de que de la familia como del sol, entre más lejos mejor. Nunca me ha gustado ese dichito, para mí ver crecer a mis hijos, a mis nietos y sobrinos ha sido siempre motivo de alegría, aunque siempre hay prietitos en el arroz.

De pronto la tía Mechita soltó un grito estentóreo ¡Conchaaaaaaa…! Quien no la conociera dudaría que correspondiera semejante volumen de voz a una anciana. Enseguida apareció una jovencita que ayudaba en las labores del hogar a quien se le ordenó que me trajera un jugo de mango para paliar el sofocante calor de agosto. La casa de la tía Mechita tenía un gran solar, donde los árboles frutales entregaban periódicamente sus riquezas; mangos, ciruelos, guayabos, higueras y parras, en verano, y manzanos, cítricos y nogales, en invierno. Algunos de nuestros familiares en voz baja le decíamos la tía Manguitos, porque congelaba pulpa de mango y todo el año tenía jugo, nieve o pay de la dichosa fruta con los que halagaba a las visitas. Me gustaba platicar con la tía, porque tenía una memoria prodigiosa y recordaba fechas, eventos, anécdotas y uno que otro secretito de familia que a veces soltaba con suavidad, sin herir a nadie. Así me enteré que el tío Alfonso, su hermano, llevaba ya dos matrimonios cuando lo conocí casado con la tía Licha, que tenía hijos en Estados Unidos, y que la riqueza de su hijo Lorenzo se fincaba en un hallazgo de tres ollitas repletadas de monedas de oro al derrumbar un viejo muro de un establo, que databa de la época de la Revolución. La tía Mechita no sólo sabía la historia familiar, sino que conocía la de muchas familias de la ciudad, y con mayor detalle daba cuenta de los habitantes vivos y difuntos de ese hermoso barrio en el que ha vivido siempre.

De pronto acudió a mi mente la idea y sin pensarlo mucho le pregunté.

–Oye tía, cuando uno es niño o adolescente, ¿no se te ocurre hacer ciertas preguntas y te quedas con dudas o quizás te formas cierto concepto de determinada persona o situación? Tengo muchas preguntas en la cabeza y creo que tú eres la persona indicada para ir matando mis enigmas. ¿Cómo ves que te visite una vez por semana para platicar de tantos temas que tú sabes y me permitan ir armando mi rompecabezas. Creo que las piezas faltantes las tienes tú.

–Claro que sí, Idelio, y a mí también me servirá para recordar a tantas personas que quise y se han ido.

Nos veíamos los sábados por la tardes y donde abordábamos algunos temas que yo preparaba en la semana, en ocasiones los anotaba en una pequeña libreta de taquigrafía para no olvidarlos.

Mi familia había llegado a la calle Ocampo procedente de una ranchería del centro del estado, San José Obispo. Mi padre Gervasio Alfaro fue comerciante, hombre influyente en la región y había decidido, cuando tuve edad para estudiar la primaria, emigrar a Madera para que su prole tuviera educación.

La tía Mechita era originaria del mismo lugar, pero había salido veinte años antes, cuando se casó con un profesor rural, que con el tiempo dio clases en la ciudad. Fue un sábado de septiembre la primera que visité a la tía, dentro del programa acordado. La ciudad lucía adornada, vendían banderitas en la calle y el verano iba perdiendo intensidad. La tía, a pesar de sus años sólo usaba lentes para leer, la limpia mirada de sus ojos café claro poseía expresiones que manejaba a voluntad, desde el tono apacible, sereno, amoroso diría yo, hasta la agudeza cuando inquiría o buscaba respuesta en su interlocutor, sin dejar de advertir resabios de cierta coquetería de sus años mozos. La presencia de la tía Mechita nunca pasaba inadvertida.

–Yo quise mucho a tu papá –me dijo. Le llevaba cinco años a Gervasio, pero él se fue primero. En este asunto de la vida y la muerte la lógica siempre queda a deber. Cuando fui adolescente él era todavía un niño. Muy inteligente. Hacía preguntas de mayores, y siempre conservamos esa confianza para platicar de cuestiones muy personales que no le participábamos a nadie. Era alegre y simpático, además de guapito, con sus ojos azules, vivarachos. Tuvo varias novias y conquistó muchas mujeres. Siempre fue ojito alegre. Se casó con tu madre, que había llegado a San José Obispo como maestra. Mireya fue siempre distinguida, esbelta. Cuando joven, muy bonita y activa. También inteligente y en una ocasión le escuché a tu padre decir que se había casado con ella, además de atractiva, para que ustedes no salieran tan desposeídos intelectualmente. Él tenía sus ideas y una era ésa, que la inteligencia se heredaba. Medio en broma, medio en serio decía que de padres inteligentes a veces salen hijos brutos, pero que de padres brutos, siempre salen hijos rebrutos.

Yo me limitaba a sonreír. Lo que ahora relataba mi tía ya lo había escuchado en labios de su padre, pero me deleitaba en recordarlo y sobre todo la forma siempre amena con que Mechita, maestra del suspenso y de los énfasis, lo relataba.

–Tus padres fueron nuestros compadres –continuó la tía. Arturo, mi difunto esposo se llevaba muy bien con Gervasio. Parrandeaban juntos y siempre sospeché que hasta cómplices eran en aventurillas amorosas.

–Oye tía, platícame de tu infancia en San José Obispo. Fui algunas veces con papá, pero era muy pequeño y no recuerdo mucho.

–Sobrino, ahora sí me diste tema –dijo ella desplegando una deliciosa sonrisa y entornando levemente sus ojos hacia arriba.

–Tú sabes que la memoria remota es más poderosa que la inmediata y yo como cualquiera, tengo recuerdos imborrables. Así que ponte cómodo y me puedes interrumpir cuando quieras. Tuve una infancia feliz, aunque mi madre murió cuando yo nací y mi padre se casó con una prima de ella, quien fue la que realmente nos crió. Mi recuerdo más remoto es meciéndome en un columpio que papá había colgado en la rama de un sauce en el patio de mi casa. Tendría unos cuatro o cinco años y quería subir hasta las nubes.

Recuerdo mi primer día de clases –continuó su relato mi tía– muchos niños y niñas lloraban y la maestra, doña María, me ponía como ejemplo y yo me sentía orgullosa de guardar mis emociones. Ella fue nuestra maestra hasta tercer año, así era antes, ante la escasez de profesores. Pero tres años de esos valían por toda la primaria de ahora y creo que parte de la secundaria. En fin, sobrino creo que te estoy aburriendo al hablar demasiado de mi, pero tú me lo pediste, que conste.

Era un simple cumplido de su parte porque, la verdad, yo estaba embobado, absorto con cada palabra de aquella viajera del tiempo ido, que a través de su fértil memoria y gracia lo ponía ante mí.

–Mi papá, tu abuelo Isauro –reanudó su relato mi tía– era el único herrero y carpintero, por lo que tenía siempre mucho trabajo durante el día, y por la noche jugaba dominó o baraja con otros lugareños. Además, era agricultor y tenía un pequeño rancho con ganado vacuno. Recuerdo a un mudo, me parece que se llamaba Salvador, soltero, flaco, con el pelo medio largo, y una daga colgando del lado derecho de su cintura. Sostenía largas conversaciones con mi padre, ambos reían, meditaban, cuando la plática seguramente lo requería y berreaba de una manera horrible cuando no estaba de acuerdo con lo que afirmaba su interlocutor. Más de una noche desperté en medio de pesadillas donde el mudito intervenía. Debe haber tenido alguna desviación sexual, porque escuché decir que en ocasiones, por las noches, robaba prendas femeninas de los tendederos. Otro personaje que me infundía temor, lo llamaban Montealto, creo que era su apellido, usaba un parche negro de cuero en su ojo izquierdo, colgando de una correa del mismo material, que anudaba en su nuca, era alto, usaba sombrero negro de fieltro y rengueaba de su pierna izquierda. Cuando le pregunté a mi padre me dijo que en el ojo había recibido un machetazo que lo dejó tuerto y un balazo en la pierna: pero mi padre decía que a pesar de su tipo siniestro, era una buena persona, pero lo que sigo dudando hasta ahora. Había llegado a San José huyendo de su lugar de origen para alejarse del peligro. Mi padre fue padrino en su boda, título con el que se dirigía siempre Montealto a mi padre, con respeto y consideración.

–A mi papá le escuché hablar de un cuchito que era muy conocido en San José. ¿Lo conociste?

–Claro. De él si me acuerdo perfectamente bien porque fue mi compañero de escuela, se llamó Leopoldino Ventura, y efectivamente nació con labio leporino, ese término vine a aprenderlo después, porque la gente decía únicamente que había nacido cucho. Era inteligente, pero su hablar gangoso lo hacia motivo de burlas y bromas. Desde joven, quizá como forma de rebelarse contra su destino, se aficionó a las bebidas embriagantes y terminó alcohólico. Se ganaba la vida y la bebida haciendo mandados de diverso tipo, entre ellos llevar y traer cartas de enamorados, actividad en la que logró cierto grado de confiabilidad al hacerlo con efectividad, y guardar la debida discreción, aun en estado de ebriedad. Pero déjame hablarte de otro personaje singular, don Juan Polainas, así le llamaban todos, era el zapatero del pueblito, más bien bajo de estatura, de barba blanca e hirsuta. Tenía la manía de hablar solo, y mientras caminaba hacía ademanes. También era cuetero en las fiestas y buen declamador, lo que nunca supe y quedara siempre como un enigma es si era o no el autor de esos poemas.

En mis conversaciones con mi tía, nunca miraba yo el reloj y sólo con el aviso de que la cena estaba lista me percataba de que debía despedirme, aunque siempre me invitaba a compartir los alimentos. Consumíamos de dos a tres horas en la sabrosa charla y disfrutábamos, ella en recordar, yo en conocer.

–Ahora que han pasado tantos años desde que mis padres fallecieron, se vale preguntarte, ¿Papá tuvo hijos fuera del matrimonio? Nunca supe pero si los hubo, pero tú debes saberlo.

La tía pasó saliva, me miró fijamente, tomó mis manos cariñosamente y me dijo:

–Tuvo una hija antes del matrimonio y un hijo como de tu edad, era muy discreto en sus cosas y pocos lo sabíamos. Siempre vio por ellos económicamente. Tú mamá también lo sabía y cuando tocamos el tema me dijo que la primera no fue en su año y del segundo que le perdonaba a tu padre esa calentura y hasta se juzgaba culpable por haberlo desatendido en ese tiempo. Sobrino, hay verdades que no quiero llevarme a la tumba, y contigo se me presenta la oportunidad de aligerar la carga. Pero hay otras que ni atormentándome las voy a revelar. Hay personas que aun viven y nunca me lo perdonarían. Oye, lo que veo es que me he ido por la libre, quizás tu interés se centre en otros temas o personas y te estoy endilgando historias que ni te interesan.

–De ninguna manera tía, todo lo que me has contado me interesa. El próximo sábado quiero que me platiques de la gente de acá de Madera, especialmente de los que vivieron en la calle Ocampo.

Nunca acepté que la nostalgia motivó que Idelio Alfaro hubiere regresado a Ciudad Madera. Casualmente conocí a un vecino suyo en Guadalajara quien me reveló que Idelio había tenido amores con una joven casada y que el marido de ésta lo había amenazado de muerte. Que ésa era la verdadera causa de su regreso a Madera. Que lo de la nostalgia era un cuento, que bien contaba y todo mundo se lo creía. Hasta su familia, que nunca supo del amorío.

La tía Mechita, después de un año de viuda, conoció a un general que era el encargado de la zona militar, de quien fue amante y al que, dicen, supo exprimirle la cartera, hasta hacerse de un regular patrimonio. Me parece correcto que Idelio no tocara, ni indirectamente el tema, pero era vox populi lo sucedido. Por su parte, Gervasio Alfaro, el padre de Idelio, tenía ese lado suave, atractivo, de los caciques. Pero también era cabrón, muy cabrón, y se dice que mandó matar a dos líderes campesinos que solicitaban ampliación de tierras para un ejido colindante con sus predios. Leovigildo, el hijo adolescente de Idelio sí comenzaba a fijar su mirada joven, pero no precisamente en mujercitas, sino en varones, estaba aflorando su homosexualidad y ello seguramente influyó también en el regreso de Idelio a Madera.

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