—Tía, ayúdame a resolver un crucigrama que por mi corta edad dejé inconcluso.
—Tú sabes que frente a nuestra casa vivían los Carranco. Todo un clan. Don Lucio y doña Guirnalda (no he vuelto a conocer a otra persona con ese nombre, y siempre me recordaba las guirnaldas de olivo del “Himno Nacional”), eran los ancianos troncos de ese hormiguero. Petronilo, el mayor, era ya medio anciano cuando lo conocí. Luciano, era como el jefe de aquel enorme taller de carpintería que todo el santo día se llenaba del ruido de las sierras chillando, emitiendo un extraño lamento como el de los gatos; borbotones de aserrín, risas, gritos estentóreos, audibles a pesar del ruido; el inconfundible olor a thiner y a barniz. Beto, Loncho, Gil, Marcial y Juvenal, hermanos menores formaban parte también del ejército de carpinteros que acaparaban la mayor cantidad de trabajo del pueblo. Al fondo del patio tenían un cobertizo donde colocaban los muebles terminados: roperos, camas, cómodas, burós, mesas, sillas, alacenas y libreros. Luciano, con quien yo tenía más amistad y confianza era de mediana estatura, pelo entrecano y acostumbraba trabajar en el verano con el torso descubierto. Siempre un lápiz sobre la oreja derecha. Petronilo era panadero. Dejó el oficio de carpintero cuando una sierra eléctrica le cercenó el meñique y el anular de su mando derecha. La carpintería no tenía nombre, solo era conocida como la de Carranco, y coloquialmente algunos la mencionaban como la de “los carrancanes”. Cosas de los pueblos. Como éramos vecinos, observábamos mutuamente los movimientos que se daban en cada casa.
Cuando iban a entregar o recoger muebles, recibían madera, o salían por refrescos al tendajo de la esquina o ellos observaban cuando mi papá salía a trabajar o mis hermanas iban por las tortillas. Las puertas y ventanas de las casas en el barrio estaban generalmente abiertas, o si se cerraban era para evitar la entrada de los perros callejeros. Los postigos permitían ver lo que sucedía en el interior de las mismas.
Por la noche, cuando las actividades habían terminado, era costumbre sacar las mecedoras sobre las banquetas y apoltronarse para recibir la leve brisa nocturna, saludar a los de enfrente y entablar un breve diálogo sobre el clima, la familia o algún acontecimiento anunciado en la radio o publicado en la última edición del vespertino El Farolito.
Los sábados por la noche Luciano me invitaba a escuchar las peleas de box, transmitidas por Toño Andere, el Mago Septién o Jorge, Sony ,Alarcón, voces ligadas al boxeo, aunque el Mago también era bueno transmitiendo béisbol. Cuando salía de mis clases en la prepa, me gustaba ir a la carpintería a leer el Esto, que compraba Luciano y comentábamos sobre el box del sábado. Tiempos del Ratón Macías, el Toluco López, Joe Becerra, José Medel, el Pajarito Moreno. Qué nombres. Qué ídolos. Fíjate que en alguna ocasión me dio por ser boxeador, llené un costal de aserrín y lo colgué de un árbol en el patio de mi casa. Me conseguí un par de guanteletes y una cuerda para brincar. A la semana de entrenamiento me dijo Luciano: “Güero, tú nunca podrás ser boxeador. Primero porque no tienes hambre y segundo porque eres narigón y a los primeros jabs vas a sangrar.” Ese comentario me retiró del boxeo.
Luciano no tenía mujer, a pesar de haber cruzado los cuarenta. A la distancia me parece que su celibato no se correspondía con alguna desviación sexual. Su familia eran sus padres y hermanos. La única ocasión en que lo acompañé a ver un juego de béisbol, deporte que practicó en su juventud, se presentó la tragedia. Fue al abrir la séptima entrada, cuando un bateador llegó a primera con intención de robar la segunda y antes del tercer lanzamiento, el pitcher reviró a primera para ponerlo out, con la mala fortuna de que la pelota golpeó la cabeza del primera base y cayó fulminado. Se suspendió el juego. Se escucha el aullido de la ambulancia. Salimos parsimoniosamente del estadio. Voces anónimas: «para mí que ya va muerto el pobre Betillo.» Ojalá me equivoque. Pues no se equivocó el aficionado. En los siguientes días fue tema de conversación la muerte de Alberto Rivas Robles, alias el Betillo. Dejó viuda y tres pequeños.
La calle Ocampo era de terracería y en ella jugábamos por las tardes y los fines de semana la chamacada del barrio, canicas, béisbol, futbol, trompo, yoyo o elevábamos papalotes en los días ventosos. Vivíamos una infancia feliz. Eran pocos los vehículos que transitaban por esa calle, siempre despacito, como si el piso fuera de hielo. Excepto los días y horarios de escuela siempre había chavitos jugando. Conocíamos casi todos los vehículos particulares que pasaban por ahí. El viejo de Soto negro de don Silverio, quien trabajaba en Pemex; la camioneta verde de Plácido, el panadero; el carrito Opel rojo, de la maestra Tula; los de bicicleta con su canasto de pan en la cabeza; los albañiles; el fifí, siempre de traje y sombrero, pero en su bici; la camionetita de don Berna y sus músicos.
Luciano decía que cuando él fue niño hacía lo mismo que nosotros, en el mismo lugar, aunque con juegos diferentes. Desde la recámara donde dormía con mis tres hermanos, en el segundo piso de nuestra casa, observaba el techo de la vivienda de los Carranco, al que imaginaba como un lago de plata en noches de luna llena. La calle era espacio de encuentro, de libertad, el escenario donde se construye la felicidad que da el juego. La pista donde se medía la habilidad, velocidad, destreza y la fuerza de todos. No había cita previa, pero estábamos siempre puntuales para jugar. En la calle Ocampo se circulaba de poniente a oriente y a tres cuadras de mi casa fluía el río San Miguel, con su tenue corriente de agua; sus afluentes eran proveedores del acueducto que alimentaba Ciudad Madera, antaño era lugar visitado para nadar en sus pozas o pescar mojarras, lisas o bagres.
—Yo conocí muy bien a todos los Carranco —dijo entrecerrando los ojos la tía Mechita—, buenas personas, educados, trabajadores, respetuosos. Pero efectivamente Luciano era el líder de todos ellos. Lo que tú no sabes es que Luciano fue casado con una muchacha de nombre Ángela Uriegas, si mal no recuerdo, coquetona, muy bonita, que antes del año de casados huyó con un primo de Luciano y dicen que este estuvo encerrado más de un mes, deprimido y tomando. El tiempo que todo lo alivia o lo revela, le ayudó a superar el duro trance y desde entonces no se le volvió a conocer mujer o fue muy discreto, como suele suceder.
—Eso si no lo sabía y como dice el dicho que lo que molesta o mortifica ni se recuerda ni se platica, pues lo hubiera ignorado toda la vida si no me lo dices, tía. Así es la vida verdad, todos tenemos secretitos que deseamos olvidar. Ahora medio entiendo que Luciano nunca hacía comentarios sobre las mujeres, era como neutral, seguramente porque traía atravesado ese asunto que me platicas. Caras vemos, pasados suponemos. ¿Y qué fue de todos ellos? Desde que salí de Madera les perdí la pista.
—Los viejitos fallecieron, ya estaban muy mayores. Tres de los hermanos murieron en accidentes y el bueno de Luciano todavía vive y no lejos de aquí. Tiene un pequeño taller de carpintería. Nunca ha dejado el oficio pero sólo hace sillas. El año pasado le compre seis. Precisamente esa en la que estas sentado la hizo él.
Se decía en el barrio que Luciano en realidad era hijo de una hermana de doña Girnalda, producto de un “voladito” con su novio, y que había muerto en el parto. Pero como era de la misma familia, se parecía a sus primos. En esa misma carpintería de los Carranco había trabajado hacía varios años como aprendiz un joven a quien le apodaban, la Perinola, porque era bajito de estatura delgado y le encantaba el baile.
Con el tiempo se vio involucrado en un robo a casa-habitación, donde fueron sorprendidos por el propietario de la finca, que regresó intempestivamente a su casa y resulto muerto por la Perinola y su cómplice. Ya en la cárcel, estuvo asignado al taller de carpintería por sus conocimientos en el oficio. Por pedido construyó un mueble con doble fondo en el que escapó el día de la entrega, probablemente con la complicidad de los custodios.
Recuerdo que a Luciano una vez lo vi entrar a La Preciosa, la tienda de la esquina, propiedad de una viudita joven, doña Elvira, y me llamó la atención, pero no pensé mal, porque entonces era yo un chamaco, pero de repente la dueña cerró la única puerta del negocio. Después supe que tenían sus quereres y así se encontraban, creo yo.