noviembre 1, 2024
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julio 17, 2016 | 118 vistas

Ramiro González Sosa.-

 Ahora que me vuelvo a ocupar de ello, identifico a cuatro familias que vivían en el mismo domicilio. La superficie era reducida. Apenas quinientos metros, donde convivían unas treinta personas. El tronco eran doña Leona y Pantaleón Ampudia, un par de ancianos delgados, pero laboriosos. Habían tenido cinco hijos y cuatro de ellos con sus respectivas parejas vivían en el predio. Además, habían adoptado al hijo de una prima de ella que quedó huérfano por un accidente de sus padres. Cuando pasaba por esa vecindad escuchaba radios a todo volumen, niños llorando, gritos, risas, ladrido de perros, o el saludo de un perico; se veía ropa tendida en improvisados tendederos, juguetes en el piso, alguna mujer regando las macetas. Por las noches disminuía la actividad, pero no desaparecía en aquel enjambre humano.

Cuando murió Tomasa, una de sus hijas, por la noche llegaron dos lechuzas y se posaron en una gran palmera que se alzaba en la propiedad. Al escuchar su graznido, lastimero y estridente, las mujeres se persignaban y apuraban el paso, retirando a sus hijos de la calle donde alegremente jugaban.

En una familia como ésta había ovejas de varios colores. Doña Leo y don Panta, como eran conocidos socialmente, sacaban sus mecedoras, cuando aparecía la primera brisa del huasteco, como se le conoce a ese viento del sureste proveniente del Golfo de México.

Alrededor de ese núcleo se iban agregando hijos, yernos, nietos, vecinos, hasta semejar un hormiguero nocturno salpicado con historias y risas. La hija mayor, Anavelia, era alta, espigada, de ojos saltones y un perene chongo sobre la nuca, tipo Leona Vicario, nunca supe en qué trabajaba, pero usaba pulseras y collares que simulaban una pequeña representación del arcoiris. Un día me enteré que leía las cartas y curaba de espanto. Supongo que de ahí obtenía sus ingresos. Tenía dos hijos y su marido Simón había estado preso, al parecer por haber asesinado a un vecino en una riña. Juanelo, hijo de Epifanía, nieto de los fundadores del clan, doña Leo y don Panta, de escasos 17 años, quería ser boxeador y emular las hazañas de el Chango Casanova y de Kid azteca. Se preparaba para el torneo de los “Guantes de Oro”. Nos invitaba a verlo entrenar con su manager don Cirilo, un viejo boxeador con la nariz apachurrada y un bamboleo de su cabeza que lo condenaba a estar negando todo. Juanelo fue noqueado en el segundo round de su primera pelea en el torneo; la explicación que daba es que lo habían tomado mal parado, y un upper seco a la barbilla lo convenció de que ése no era su camino. Terminó de taxista en la zona de tolerancia de Madera.

Don Panta y doña Leona nunca se casaron. Lo cual nada tendría de extraordinario, pero el detalle era que ambos habían estado casados anteriormente, pero sin hijos, cuando él era empleado de un puesto de frutas en el mercado local y ella acudía a comprar comida para su hogar. Ahí se flecharon. Ambos se divorciaron y se unieron en un feliz y pródigo concubinato. Parece que la muerte de Tomasa se debió a que le “hicieron un mal” unas vecinas con las que se peleó porque tiraban la basura en el mismo solar de los Ampudia. Decían quienes la vieron morir que de sus senos salían gusanos por los pezones. Tania, otra nieta de don Panta, era novia de un piloto fumigador que la llevaba a pasear en su avioneta y platicaba a sus íntimas que era una sensación única fornicar en las alturas. Juanelo, el boxeador frustrado, reveló tiempo después que la pelea “estaba arreglada” para encumbrar al otro boxeador, por lo que recibió doscientos pesos, con los que se compró una bicicleta valona.

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