Hernán Suárez Pech, vecino nuestro, había llegado a Madera desde su original Yucatán como gerente de una desfibradora de henequén, que había comenzado a operar, después de seis años de que don Zoilo Zorrilla, un empresario audaz, plantó en la región, en compañía de otros socios, un millón de hijuelos traídos por barco y tren desde la Ciudad Blanca.
Don Hernán, a quien mi padre se dirigía siempre como “mi querido yuquita”, no podía haber provenido de otro lugar del mundo: de estatura baja, blanco, regordete, cabezón, calvo, con su sombrerito de palma fina, y exhibiendo cada día una guayabera diferente, amén del acento típico de los peninsulares del sureste de México.
Era un tipo amable, dicharachero, contador de bombas, romántico, no mal cantador, añorante de su querida Mérida. Tenía su “círculo yucateco” como le llamaba a una docena de paisanos emigrados para trabajar en la agroindustria del henequén.
Pero Hernán Suárez Pech era memorable por los festejos de su cumpleaños. Se celebraba el uno de mayo, y además de sus paisanos invitaba a otros amigos o vecinos, como era el caso de mi padre, a quien acompañé algunas veces. Sobra decir que abundaba la cochinita pibil, los papadzules, los salbutes, los panuchos, el relleno negro, los frijoles puercos, la sopa de lima y otras linduras de la célebre comida yucateca. Siempre había un trío de trovadores que entonaba canciones típicas del sureste y de la trova cubana.
Hernán, aun y cuando sus invitados ya lo sabían, siempre advertía:
—Mis fiestas duran doce horas, de la una de la tarde a la una de la mañana.
Y así era. A las doce cincuenta y cinco estaba ya en la puerta despidiendo a todo mundo.
Cuando iba de vacaciones a su tierra regresaba reconfortado, traía comida yucateca, ropa, discos con nuevas canciones, y plática, mucha plática de su familia y de los lugares que había vuelto a visitar. A mí me encantaba escucharlo decir sus bombas, de las que recuerdo una en especial, picosa como todas las de su género, decía:
—“En esa boquita hermosa, que te ha regalado Dios, no hay ningún labio inferior, son superiores los dos. ¡Bomba!”, gritaba el simpático yucateco.
Hernán Suárez Pech, aunque yucateco, se había casado con Martina, una norteña guapetona, inteligente, quien había adoptado el estilo yucateco para beneplácito de su marido. Cocinaba como la mejor del Mayab, usaba ropa de aquellas tierras, hasta el acento había modificado. Tuvieron seis hijos. Tres varones y tres mujeres, a quienes bautizaron con los evocadores nombres de Popolvuh, Bonampak y Tizimin. Las mujeres no escaparon a la excentricidad de su padre: Mérida, Itzá y Peregrina. Se convirtieron todos en un recordatorio perenne de la raza maya.
En esas doce horas de febril éxtasis yucateco de sus fiestas Hernán cantaba, bailaba, declamaba, contaba anécdotas y bombas. Era un agradable torbellino que reunía a su público en la sala de su casa, cual si fuera un habilitado anfiteatro que glorificaba a su artista, único, genial, irrepetible.