El licenciado Varela, padre de mi amigo Chucho, era notario público en Madera. Propietario de un reluciente Buick Súper, verde y blanco, modelo 57. El hombre se desplazaba como un pavo real en las tranquilas calles de la ciudad con ese aire suficiente que da la soberbia. De linaje aristócrata, diariamente usaba traje sin importar los ardientes veranos, llevaba el pelo engomado y la raya más recta y perfecta que yo recuerde haber visto en cabeza alguna. De joven, sus padres lo mandaron un año a Inglaterra. Hablaba perfectamente el inglés con acento británico y allá adquirió ese porte elegante y pedante que lo distinguía.
En la notaría no cualquiera podía pasar a hablar con él. Se reservaba para clientes y asuntos importantes, siempre previa cita. No era muy adicto a saludar de mano a clientes y personas en general, sino cuando ello resultaba inevitable, pero en la primera oportunidad acudía al lavabo para lavar perfectamente sus manos y evitar cualquier contagio microbiano. Era fanático de la puntualidad, otra de las buenas costumbres adquiridas en la Gran Bretaña. Si alguien tardaba más de diez minutos ya no lo recibía y tenía que hacer otra cita, con la recomendación de Locha, su eficiente secretaria, quien les explicaba lo importante que era para su jefe la puntualidad. Cuando regresaba de comer, a las cinco de la tarde en punto, entraba Locha con una taza de té inglés que le había enseñado a preparar el licenciado Varela, costumbre también importada de Albión.
Había pensado en contratar chofer y viajar en el asiento posterior de su Buick, como era frecuente en Londres ver a los hombres importantes y poderosos, pero luego reaccionaba y no le agradaba que su amado vehículo lo condujeran otras manos. En su casa le construyó una cochera especial, y otra en la notaría, para protegerlo de los rayos del sol y de las inclemencias climáticas. El Buick lo había adquirido el notario en la capital de la República, importado directamente de Estados Unidos. Tuvo la fortuna de que recién había regresado a Madera un mecánico que había trabajado en la General Motors en Detroit, y éste atendía las ocasionales fallas que presentaba y le hacía sus mantenimientos, bajo el ojo siempre avizor del licenciado Varela. En cierta ocasión, el alcalde de Madera, con quien mantenía una relación agria, le mandó preguntar si vendía su Buick y el licenciado le contestó a través del propio mensajero:
—Dígale que si ha visto en algún lugar un anuncio de venta del carro. Que si quería uno, fuera a la Ciudad de México a comprarlo.
El licenciado gustaba de hacer largos viajes con su esposa y dos hijos en su Buick a diferentes lugares de recreo en la República y se ufanaba que jamás había tenido una falla mecánica. Era tan conocido y admirado su vehículo en la ciudad que en un carnaval se lo pidieron prestado para que desfilara la reina en su cofre, pero él se negó rotundamente, ante el temor de que resultara dañado.
Chucho, su hijo, era la antítesis de su padre. Sencillo, humilde, generoso, en cierta forma, le molestaba la manera de ser de su progenitor y si bien no se avergonzaba, ni renegaba de ello, haciendo honor a su deber filial, por lo general evitaba comentar el tema, pero conmigo se desahogaba. Ya adolescente, había expresado a su padre su deseo de aprender a manejar, en lo cual consintió el licenciado, pero con la condición de que lo hiciera en un carro viejito, para que no corriera ningún riesgo su adorado Buick.
El fin de semana, en su casa, levantaba el cofre de su vehículo y contemplaba extasiado cada una de las piezas que conformaban el potente motor. Si advertía que requería limpieza, iba al taller de servicio y ordenaba que la hicieran en su presencia, al igual que la aplicación de polish para abrillantar y proteger la carrocería.
Como complemento de su idolatría al Buick, el licenciado se había documentado y estaba al día en los nuevos modelos, las características de la marca, a través de la suscripción de Buick The Best, una revista norteamericana especializada que mensualmente arribaba a su domicilio. Para compartir tanto conocimiento requería de un interlocutor idóneo como el mecánico de su auto, con quien sostenía largas pláticas sobre el tema. Vivía también en Madera un viejo gringo que en sus buenas épocas había tenido buicks en Estados Unidos, con quien sostenía pláticas en inglés sobre el tema de sus amores.
La notaría descansaba casi por completo en Locha, una señora que sólo había terminado la secundaria, pero de inteligencia natural. Había aprendido los secretos del oficio de dar fe, que más bien se trataba de venderla. Ella atendía al público, hacía certificaciones, poderes, testamentos, y le pasaba todo al notario para su firma, más que para revisión del titular, que sólo ocasionalmente lo hacía.
En su oficina se entregaba a la lectura de los clásicos, otra de sus pasiones. Las obras de Platón eran sus libros de cabecera, pero también leía a Aristóteles y a Cicerón. Al igual que con el tema del Buick, en los temas filosóficos pocos eran sus interlocutores. De vez en cuando se encontraba con un antiguo compañero que llevaba muchos años como maestro de filosofía en la preparatoria local, y hablaban con soltura y hasta con deleite del tema. Justo después del dos de noviembre, Día de los Muertos en México, a primera hora, entró Locha al privado de su jefe y le dijo:
—Licenciado, ¿puedo hablar con usted unos minutos sobre un tema personal?
—Sí, Locha, claro, siéntate.
Dos pensamientos rápidos surgieron en la cabeza del notario, uno que le iba a pedir dinero prestado, lo que hacía ocasionalmente, o solicitar un permiso para faltar uno o dos días. Nunca imaginó el licenciado Varela lo que se le venía encima.
—Mire licenciado, este fin de semana estuve hablando con mi esposo y con mi familia, y como ya llevo muchos años trabajando con usted quisiera decirle que voy a renunciar a partir de enero del próximo año, dándole tiempo para que consiga a otra persona que le ayude.
El semblante siempre tranquilo y flemático del licenciado Varela se fue transformando. Abrió sus ojos negros y los fijó en Locha.
—Pero mujer, ¿por qué me haces esto? ¿Qué, no te he tratado bien? Te pago muy bien. No me hagas esto.
Pensó en decirle por favor, pero se mordió la lengua al considerar que sería un signo de debilidad que no podía permitirse.
—Si licenciado, de eso no tengo queja, lo que pasa es que quiero disfrutar a mis nietos, atender a mi esposo que empieza a tener achaques, y me siento cansada. Así que eso es definitivo licenciado –remató.
Desde ese momento, Varela, abandonó sus plácidas lecturas y comenzó a manejar opciones. En realidad Locha era el alma de la notaría. Encontrar y capacitar a la persona idónea para sustituirla no parecía una empresa fácil. Él también ya andaba en sus sesenta y tampoco tenía ánimo para volver a empezar. A Locha le extrañó que no le hubiere pedido ayuda para encontrar a quien la sustituyera. Ella conocía a dos o tres candidatas que bien podían funcionarle al licenciado. Lo notó más meditabundo que de costumbre. En la primera semana de diciembre llamó a Locha.
—Mira, he estado pensando en tu renuncia y en mi situación personal y he decidido cerrar la notaría. Yo también estoy un poco cansado de esto. Así que ve preparando todo.
Con el aguinaldo le dio un generoso bono a Locha que no se esperaba. En la última semana mandó quitar el letrero que anunciaba la notaría, envió los libros al Archivo de Notarías, dio los avisos respectivos, remató los muebles y recibió el nuevo año con su familia y nuevos planes en su vida. Volvió a sus viajes con la familia, ahora más frecuentes, siempre en su adorado Buick. Cuando el auto desarrollaba su potencial en carretera era cuando más gozaba en conducirlo. Dedicó más tiempo a la lectura. Comenzó a escribir poesía, su viejo sueño. Hizo su testamento ante un compañero notario. Tres días después de haber cumplido 70 años se despidió de este mundo, dormido en la placidez de su cama. En su cortejo fúnebre, inmediatamente después de la carroza, lo acompañaba su amado Buick con su familia.
Después de pasados seis meses de la muerte del licenciado Varela, su familia decidió vender el Buick, que sólo al verlo les recordaba su partida y casi los llevaba al llanto diario. Se corrió la voz en Madera y apareció un discreto anuncio en El Perico, el periódico del lugar. No tardó en aparecer un buen cliente, don Porfirio Peniche, viejo ganadero y agricultor. Hombre muy rico, casi analfabeto, que no sabía conducir, pero atraído por la fama del auto y el poder de su economía no regateó el alto precio y lo compró. Luego se veía el Buick con don Porfirio sentado en el asiento posterior y conducido por un hombre con sombrero de paja. Siempre muy empolvado el auto, con su tablero tapizado con peluche y un notorio rayón en su costado derecho, producto de un ligero accidente de tránsito.