Ramiro González Sosa.-
Con su ropa blanca perfectamente planchada y almidonada Goyito, el boticario, lo único que cambiaba era, quizá, su ropa interior y su corbata de moño de las que contaba con una amplia variedad. Había estudiado dos años de medicina, pero la muerte de su padre lo obligó a regresar a Madera y hacerse cargo de la botica Vida Sana, que había fundado su abuelo don Gregorio Montesinos y Albuerne, cuyo nombre había llegado hasta él.
Goyito estaba dedicado en cuerpo y alma a su familia y a la botica. Tenía dos empleados, una mujer y un varón que le ayudaban a preparar los medicamentos y quienes, con el paso del tiempo y estudio, fueron aprendiendo lo suficiente para desempeñarse con soltura en el oficio. Aplicaba inyecciones, tomaba la presión y recomendaba medicinas o remedios para gripes, dolores estomacales, de cabeza, ronchas, quemaduras leves, penicilina para atacar la gonorrea.
Había preparado el “elixir de la buena suerte” a base de agua de rosas, un poco de alcohol, perfume de azahar y una tintura color de rosa, presentado en un atractivo frasco de plástico con rociador y una etiqueta que mostraba a un hombre y una mujer con las manos llenas de dinero. A un precio atractivo hacía que las personas llevaran dos o tres para su uso personal y regalar a sus seres queridos.
Goyito era un hombrecito delgado, casi calvo, de cejas pobladas y ojillos verde oscuro, amable, solícito, siempre dispuesto a escuchar y ayudar a la gente, atributos suficientes para tener éxito en su negocio. Abría temprano la farmacia y siempre estaba al pendiente de todo. Cuando preguntaban por algún medicamento que no tuviera, les prometía surtirlo lo más pronto posible —Para en la tarde, para mañana a más tardar— solía decir.
A veces lo mandaba comprar en otra farmacia y lo revendía al mismo precio, sólo con el afán de mantener al cliente y dar el servicio. O hablaba por teléfono a la capital con un colega y le pedía que se lo mandara rápido por autobús y a la mañana siguiente ya lo tenía. Había instruido a sus empleados para que actuaran de esa manera en la hora que se ausentaba al mediodía para tomar sus frugales alimentos.
La esposa de Goyito, Zoila, era una mujer flaca, alta, arrogante, fumadora empedernida, siempre maquillada, que raras veces aparecía por la botica. Se levantaba tarde, cuando ya Goyito había preparado su desayuno y estaba al frente de su negocio. Contaba con una hábil cocinera oaxaqueña, quien preparaba diariamente la comida y la cena. Todas las tardes de cinco a ocho jugaba canasta con sus amigas. Pero Goyito la amaba y la consentía en todo. Había sido su única novia desde la secundaria y procrearon dos hermosas hijas. Una de ellas estaba por darles una nieta. Las dos estudiaban carreras universitarias. Tina iba a ser química y Malena doctora.
Goyito era miembro de la Asociación Nacional de Propietarios de Boticas y Farmacias y estaba al tanto de las últimas noticias en la actividad que desempeñaba. Siempre alerta a la celebración de congresos o conferencias en algún lugar de la República, eventos a los que asistía regularmente solo, ya que Zoila, era alérgica a los viajes y a perder varias de sus gloriosas tardes de canasta.
Era cierto que Goyito tenía un genuino interés profesional en aprender más de su profesión y relacionarse con sus colegas, sin embargo, había otro motivo por el que Goyito reforzaba su interés en salir de Madera. A veces se sentía asfixiado por la rutina diaria con su mujer, su casi nula actividad sexual y el temor a que su bien ganada fama de hombre recto, fiel, justo y generoso se fuera a ver manchada por el escándalo de un desliz amoroso o el simple rumor que se desataría.
Madera era un pueblo chico y cualquier aventurilla amorosa fuera de su matrimonio acabaría por revelarse y él lo sabía. Entonces, esas escapadas a los congresos le permitían echar canitas al aire. Tan pronto como llegaba comenzaba a indagar sobre casas de citas, bares con mujeres o bien prostitutas con quien podía contactarse. Goyito tomaba todas las precauciones posibles para no contraer alguna enfermedad venérea y como buen boticario que era había preparado una infusión de hierbas que llevaba en un pequeño frasco desde Madera, para sólo preparar una infusión caliente y esperar la estimulación necesaria, con los buenos resultados ya obtenidos en anteriores ocasiones. Después regresaba a su ciudad, para continuar su diaria rutina, con sus nuevos conocimientos adquiridos en el congreso y los placenteros recuerdos de sus secretas aventurillas.
Goyito el Elegante, como se le conocía, era un devoto de su pasado familiar. Tenía un grueso volumen con las fotos de su abuelo y otro con las de su padre. Estaba orgulloso de encarnar la tercera generación de boticarios. Al no haber engendrado hijo varón, alimentó siempre el deseo que uno de sus hijas o ambas, continuarán con la tradición familiar, sólo que ahora bajo las faldas de sus herederas. Sin embargo, aun y cuando escogieron estudiar carreras con cierta relación con el negocio, no era precisamente lo que deseaban, aunque él mismo reco.rdaba que había escogido la carrera de medicina y el destino lo hizo boticario. Secretamente alimentaba el deseo de que la vida le permitiera ver crecer a alguno de sus nietos e interesarlo por asumir el noble oficio y legarle los secretos que habría acumulado en su larga vida. Sin embargo, estaba consciente de que ello sólo representaba una lejana posibilidad, sujeta a la ineludible condición de ser abuelo y que su nieto fuera varón.
Siguió el perenne desfile de los años con los mismos protocolos conocidos. Sus dos hijas solteras terminaron sus carreras, tomaron trabajos en un hospital y un laboratorio respectivamente. Se casaron. Malena tuvo dos hijas y Tina, la química, no quería concebir. Goyito ya había pasado el paralelo de sus setenta años y un día pensaba cerrar la farmacia, otro venderla. Al parecer nadie de su descendencia mostraba interés en continuar la tradición.
Entonces la vida y sus sorpresas dio muestras de que lo inesperado podía suceder. Tina se divorció, porque el marido tenía la obsesión de tener hijos ya y ella prefería esperar, para disfrutar un poco más de la vida, decía. Se fue a la capital a hacer una maestría en su profesión. Comenzó a tratar a otras personas y apreció en su vida Aurelio Zamarripa. Comenzaron a conocerse, y ella le confesó la verdad de la terminación de su anterior matrimonio. Él era un solterón de treinta y cinco años. Lo llevó a Madera y lo presentó a su familia. Platicó largo y tendido con Goyito. El tipo era simpático, elegante, culto y Tina se sentía muy contenta con él. Al año se casaron. Ahora está al frente de la famosa botica Vida Sana el licenciado en farmacéutica Aurelio Zamarripa, que resultó ser la profesión universitaria del nuevo yerno de Goyito, quien sigue asistiendo esporádicamente a congresos, ahora con el único propósito de distraerse, sin pretensiones de otro tipo.
El éxito logrado por Aurelio Zamarripa al frente de la botica era notorio. Incrementó las ventas al conseguir nuevos clientes. Hacía promociones, se anunciaba en la radio y en el periódico. Hizo el milagro de que su esposa Tina se interesara también por el negocio familiar y al poco tiempo abrieron una sucursal en otro pueblo cercano. Farmacia Montesinos de corte modernista, donde vendían también algunos abarrotes. Anaqueles modernos. Entrega a domicilio. Servicio médico integrado. Goyito, ya anciano, gustaba de que lo sentaran en un reposet en un área de Vida Sana, donde entre dormitadas y ratos de vigilia, siempre de blanco y con su corbata de moñito, disfrutaba de la que había sido su amorosa actividad, ahora en manos de su yerno y de su hija.