GOMA, Congo (AP) — Más de 4 millones de niños perdieron al menos uno de sus padres en las dos últimas décadas, víctimas silenciosas de los continuos ciclos de violencia.
Son parte de los más de 26 millones de huérfanos que viven en el centro y el oeste de Africa, cifra superada solo por el sudeste asiático, según las Naciones Unidas.
Estos niños se crían en medio de conflictos alimentados por cuestiones étnicas o la lucha por explotar valiosos minerales. La violencia y el desplazamiento forzado de personas impide que millones de niños se críen en un ambiente familiar normal.
Muchos huérfanos se ven obligados a ganarse la vida ellos mismos y cuidar a veces a sus hermanos. Algunos son reclutados por organizaciones armadas o son víctimas de explotación sexual, en un país donde las violaciones son algo cotidiano.
«Hay huérfanos víctimas de la violencia desde 1994», expresó Francisca Ichimpaye, del centro En Avant Les Enfants INUKA.
Algunas historias de niños huérfanos de Goma en momentos en que el Congo enfrenta un nuevo ciclo de violencia derivado de una demora en las elecciones.
ALPHA MELEKI, 6
Alpha Meleki fue encontrado debajo de una pila de cadáveres tras un ataque de rebeldes a su pueblo en la región oriental de Beni este año. Había sido herido de bala junto a sus padres y lo dieron por muerto.
Las heridas sanaron y le quedó una gran cicatriz en la barriga. Cojea y tiene que sostenerse con las manos los pantalones para que no se le caigan.
Las heridas emocionales siguen vivas. Cuando lo alza alguien desconocido, se queda tieso, desconfiado. Sonríe solo cuando está con gente conocida y a menudo le toma la mano a los adultos en los que confía.
No soporta ver a otros sufriendo. Toda vez que un niño del centro INUKA necesita atención médica, Alpha llora y grita.
A veces se toca una cicatriz en la cabeza y deja que otros la toquen.
«Me pegaron con un machete», relata.
La gente del centro dice que puede tomar mucho tiempo encontrar familiares dado que los ataques continúan en el noreste.
JEANNETTE UMUTSI, 17
A los 17 años, Jeannette Umutsi se hace cargo de su pequeño hermano y espera que no tenga que sufrir los horrores que vivió ella.
Nació pocos años después de que el genocidio de 1994 en Ruanda se esparciese al Congo. Individuos armados irrumpieron en su casa, le golpearon en las piernas con una pala y casi mataron a su hermana.
Ella y su familia se fueron de su pueblo de Kirolarwe en el 2008 para escaparle a la violencia. Llegaron a una localidad vecina en la que se escondió durante tres días en un precario baño para salvarse de otro ataque. Salía solo para comer unos tomates cultivados en los alrededores.
Durante días escuchó disparos y vio cadáveres, incluidos el de un tío. Al contar su historia, no puede evitar llorar.
«Sufro pesadillas, muchas pesadillas», expresa.
Su madre regresó y se la llevó a salvo. Pero falleció más adelante al dar a luz a su hermano Shukuru, quien hoy tiene cinco años.
Su padre era un combatiente y una vez amenazó con matarla con un machete, relata. Al hablar de él, se acurruca y entierra la cabeza en su vestido. El miedo es visible en sus ojos.
Un buen día se escapó. Cargando a Shukuru en sus espaldas, caminó varios días, con dificultades para respirar, hasta llegar al Campamento de Mugunga en Goma. Allí es una especia de hermana mayor de una docena de niños del centro INUKA, donde ayuda a cocinar pescado y arroz para el almuerzo y pone a dormir la siesta a los niños.
MOISE, 7, y AGATA MUNOKA, 5
Moise Munoka, de siete años, se sienta y apenas se lo puede escuchar cuando cuenta su historia, mirando al piso.
Su madre falleció en el 2013 por problemas de salud derivados de varias violaciones. Las violaciones son frecuentes en el Congo y son usadas como una herramienta de la guerra. En el Centro Virunga de Goma, donde van Moise y su hermana Agata durante el día, hay unos 30 niños producto de violaciones.
Moise no conoció a su padres pero sabe que es probablemente un combatiente que violó a su madre. Cuando se le pregunta si le gustaría verlo algún día, responde irritado que «¡no!».
Se alegra de haber dejado atrás su pueblo, Massissi, sacudido por la violencia.
«Es un sitio malo porque hay guerra, problemas, la gente no se lleva bien, les gusta matar», afirmó. «Siempre hay muertos y sangre».
Se le ilumina el rostro cuando cuenta que él y su hermana están siendo cuidados por una viuda, Arlette Kabuo Malimewa, de 45 años, que tiene tres hijos propios y cuida a otros tres menores.
Agata duerme en la sala de estar y Moise tiene su propia habitación.
Malimewa vende cubrecamas y gana unos cinco dólares a la semana.
«Los quiero mucho, pero es difícil atenderlos», comenta. «Quiero que estén conmigo hasta que muera… si no, ¿quién se hará cargo de ellos?».
ANUARITA MAHORO, 12
Anuarita Mahoro, de 12 años, ha sido marginada porque nació con un defecto en la mano derecho que le impide hacer tareas pesadas.
Vivía con su padre, quien fue asesinado por individuos armados en el 2014. Su madre vivió con «los hombres del bosque», como les dice ella a los combatientes, hasta que también la mataron.
Anuarita huyó y se fue a vivir con sus abuelos en Kiwanja. Cuando su abuelo murió, ella tuvo que trabajar para comer. Hambrienta y enferma, finalmente fue llevada a un centro para niños huérfanos.
«He sufrido mucho y tal vez parezca confundida», dice a tono de disculpa, con su mano derecha escondida entre sus piernas.
Sueña con regresar algún día a su pueblo, recuperar la tierra de su abuela y demostrarle a todos lo que es capaz de hacer.
«Tras la muerte de mis padres, la comunidad se planteó quién cuidaría de mí y nadie quiso hacerse cargo. Cuando sea grande, mejor que nadie venga a pedirme ayuda», comenta sonriendo.
Dice que si algún día tiene la oportunidad de hablar con los hombres que mataron a sus padres, les preguntaría «¿por qué mataron a mi madre y a mi padre y no a mí?».
DAMIEN MATATA BIZI, 22
Damien Matata Bizi mira hacia el piso cuando relata su historia, la historia de un niño huérfano que se hizo soldado.
Miles de niños se hicieron soldados o fueron obligados a combatir en el Congo, adonde llegaron muchos combatientes que participaron en el genocidio de Ruanda de 1994 y se pelean ahora por esta región rica en minerales.
Matata Bizi se hizo soldado después de la muerte de su padre, quien también fue combatiente. Tenías 10 años.
«Estaba enojado cuando me enteré de la muerte de mi padre. Quería vengarlo», cuenta. «Mi madre no pagaba por mi educación y no teníamos dinero para comprar comida. Pensé que esto era lo mejor».
Dice que a él lo trataron bien, pero a otros no.
«La vida de los niños vulnerables es dura. No tienen educación, no tienen ropa. Es mejor estar en un grupo armado, que les va a dar comida y ropa».
Se molesta cuando le preguntan si mató gente.
«Hay una diferencia entre los militantes y los niños soldados», explica. «Los adultos pueden reflexionar acerca de lo que hacen. Los chicos solo obedecemos las órdenes que nos dan. No pensamos las cosas, solo obedecemos».
Matata Bizi fue rescatado y rehabilitado por las Naciones Unidas y se integró al ejército en el 2009.
Vino a Goma en el 2013 y estudió mecánica en un centro Don Bosco, pero las cosas no funcionaron. Dice que es más fácil ganar dinero y progresar con los grupos rebeldes que en el ejército regular.
«La guerra no es buena, no es normal», afirma. «Pero los grupos armados existen porque el país no está bien organizado. No hay trabajo. Los jóvenes no tenemos nada que hacer».