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mayo 7, 2017 | 118 vistas

¿Peca más el pillo o el engañado?

Eduardo Narváez López.-

Entusiasmado porque había buenas ventas en la mueblería que recién abrí en la colonia Los Ángeles, Iztapalapa, abrí otra en la colonia Narvarte, a media cuadra de mi domicilio. En la primera, al principio, rehusaba vender en abonos debido a que predominaba la clase pobre, sin solvencia. Tuve que ceder debido a que pocos compraban de contado. La cobranza de los abonos alcanzaba para hacer nuevos pedidos. Pensé que era conveniente invertir las utilidades en una mueblería por mis rumbos, en Narvarte, habitada por gente de recursos que comprarían de contado. Con el tiempo atendería esta mueblería y mi despacho de cobranzas difíciles en esta colonia en la que han vivido mucha gente famosa: muchos actores como uno de los Soler, Joaquín Pardavé, Imelda Miller; políticos como la familia Salinas de Gortari. Me sorprendí que la gente solicitara comprar a plazos. Al igual que en Iztapalapa me vi obligado a dar los muebles a crédito. Nuevamente quedé sorprendido al ver que mis clientes eran morosos, contrario a los clientes pobres de Iztapalapa. Una explicación se debía a que es difícil que la gente rica soporte una baja en sus ingresos, no se acostumbra a salir de su ritmo de buena vida. La inflación que sobrevino hacía estragos. Los ricos no querían deshacerse de sus finos muebles, mejor adquirieron muebles regulares en mi mueblería y los pusieron de remate en sus casas, dizque “ventas de garaje”. Quieren que se cumpla el dicho: “Mas tiene el rico cuando empobrece, que el pobre cuando enriquece”. Ya tendría más cuentas de cobro difícil en mi despacho. Pensé que algo compensaba mi situación el hecho de haber adquirido muebles a precios bajos de antes de la inflación y devaluación. Pero no. Los proveedores no saben perder: hicieron que renegociara las deudas aumentando los réditos del 0.5 por ciento al diez por ciento, y mis arrendadores la renta de los locales al cien por ciento. Tuve que cerrar Iztapalapa; traerme los muebles a Narvarte, y aquí rematar a menos del costo, por cierre.

De remate sufrí un robo ingeniosamente fraguado que al final contaré. Después de haber conocido toda clase de trucos que pueden llegar a sorprender a los más cautos, nunca me imaginé que podría caer en uno como estos: un tipo se anticipa a recoger frente a uno, un fajo de billetes, según le vean la cara será la denominación de los billetes; de rico, serán de a $500; de “clase mediero”, de $200; de clase media baja, de $100; de más baja… no hay. No hay que perder el tiempo. Enseguida le dirán:

–Mire güero –aun cuando sea cambujo–, se le cayó este paquete a aquel catrín que se sube al modelo reciente –señalaba al auto más nuevo–, ese cuate tiene mucho dinero, nosotros no. A ver, mira, vamos a guardarlo aquí, no nos lo vayan a robar –lo guarda en una mochila–. Vamos a un lugar donde no nos observen repartiéndonos los billetes… bueno dondequiera hay gente, y yo ya estoy nervioso. Quédate con la mochila y el paquete de dinero y dame lo más que traigas.

Le entra la avaricia al cómplice casual y ofrece todo el efectivo que trae. “No mano, ni la milésima de lo que debe tener el fajo. Ese señor vino a sacar seguramente la nómina quincenal de su empresa, búscate, dame tu reloj. Vamos a sacar de tus tarjetas, hazme un cheque al portador, pásame tu anillo y pisa corbatas”. Por fin se da por satisfecho el tipo aquel, y el inocente ya ni al trabajo llega. Ansioso de saber cuánto dinero hay en la mochila, se apresura a llegar al estacionamiento, para contar en el interior de su coche. ¡Oh sorpresa! Eran billetes de $500 sólo el primero y el último del manojo; los demás eran papel periódico recortado del mismo tamaño. ¿Quién pecó más, el pillo o el que creyó sacar ventaja?

Una engañifa semejante es el billete de lotería premiado:

Te llama la atención un tipo con apariencia de campesino que está retorciendo su sombrero de palma y se le ve ansioso y angustiado. Detiene tu marcha para consultarte: “Oye patrón, dime tu que te ves que conoces. Hace un mes vine del pueblo a mercar unas cosas que allá no hay. De paso compré un billete de la suerte. Pedí en el mismo puesto que lo compré, me ayudaran a saber si tenía algún premiecillo. El señor de allí me dijo que era muy afortunado, que mi número se ganó un millón, pero como sólo es un pedacito me tocaban cincuenta mil pesos. El problema es que no me lo cambió que porque es mucho dinero; que lo más que tenía eran veinte mil pesos. No sé cómo llegar a la lotería del centro Y si voy a lo mejor me dicen que a quien se lo robé. Regresé con el del puesto, cerca de la camionera y me dijo que ya sólo tenía tres mil. Si tú me das cuatro mil, te doy mi cachito, y no te estoy albureando patroncito”.

Se le agrandaron al máximo los ojos al hombre de traje y corbata. Medio nervioso le dijo al humilde campesino. “Mira pobre hombre, ten y ya deja de pensar en cómo hacerle. Vete tranquilo a tu pueblo y que disfrutes esta feria que te doy con gusto”.

Se dijo a sí mismo: “Si me hubiera pedido los cinco mil, igual de pronto se los hubiera dado, pobrecito, pero Dios nos hizo a unos tontos y a otros, listos”.

Mucho se lamentó –del verbo lamentarse– al tratar de ratificar con la lista en un puesto de lotería: tanto el billete como la lista que el campesino le proporcionó habían sido impresos en Santo Domingo.

Un chantaje menor te lo pueden hacer en el restaurante o en el mercado. Una señora más o menos de buen vestir te detiene con saludos afectuosos:

–¡Cómo estás mi güero! Hace mucho que no nos veíamos. ¿Qué dice el pueblo? Tranquilo como siempre ¿verdad? A ver ven –te invita a la mesa de la marisquería del mercado– cuéntame todo. ¿Puedo pedir un “vuelve a la vida”? “Ándale pues” -después que le prestaste cien pesos a tu supuesta amiga, te das cuenta del chantaje al mencionarte la damita de un cine en “San Juan de las Pitas”, que ni siquiera existe en todo México.

Ahora veamos cómo me timaron en la mueblería: una pareja que aseguraban haberse casado recientemente solicitaron una buena rebaja si me compraban todo para amueblar su casa “de pe a pa”. Hasta regatearon y fueron poniendo ganchos a su lista. Era sábado en la noche y ya había despachado a mis tres empleados. Llamaron por teléfono y minutos después llegaron dos vehículos. En la camioneta de mudanzas subieron un box, una sala y una alacena. La licuadora, batidora, plancha y olla exprés las metieron en la guayín que había visto pasar varias veces días antes. Total, mercancías por valor de 20 mil pesos, una fortuna en ese tiempo. .

Guarde el efectivo pagado en la bolsa interior del saco. Dudé si dejar el dinero en mi departamento a media cuadra. Me seguí al restaurante donde me esperaba mi amigo Manolo y su esposa. Antes de llegar a la esquina, después de caminar cien metros, vi de reojo la guayín. De allí salieron dos jóvenes que venían de frente, me rebasaron, pero se regresaron uno a cada lado mío. Me pidieron un cigarro _para agarrarme con las manos ocupadas_, “No tengo les dije”, “Como no, si luego pareces chacuaco, te hemos visto” -a continuación me tomaron los brazos hacia atrás, me inmovilizaron. Vi que venía otro joven “encarrerado”, quien me sorrajó una patada en el estómago. Caí medio inconsciente. Metieron mano directa a la bolsa del saco donde guardé el dinero, traté de quitarme sus manos de encima, lo que valió para que me tundieran en serio que por poco me matan. A través del cristal del restaurante de la esquina se asomaron varios comensales sin que alguno interviniera. No les reclamé, arriesgaban sus vidas.

Crucé la calle para llegar a donde me esperaba Manolo, quien comentó “Si hubieras aceptado que pasáramos en mi coche por ti, no te hubieran: asaltado” a lo que repliqué: “Hubiera sido peor, eran los cómplices de la pareja. No me iban a dejar ir con el dinero. Luego agregó Manolo: “Si hubieras pasado a dejar el dinero a tu departamento, no te lo hubieran quitado”, a lo que contesté: “Me tenían estudiado. Después de entrar al edificio, hubieran abierto en un tris la puerta, pues es de picaporte de triángulo; me habrían obligado a abrir el departamento para acabar de asaltarme. Hubiera sido peor”

Ahora conozco esta clase de atracos. Lástima que no volveré a tener mueblerías. Ahora tendré aventuras con la burocracia.

 

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