diciembre 15, 2024
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junio 4, 2017 | 124 vistas

Chila, la que inyecta

Eduardo Narváez López.-

Basilia, más conocida como “Chila, la que inyecta”, habitaba uno de los 24 cuartos de servicio de una de las once azoteas de la Unidad Habitacional Esperanza, de la colonia Narvarte. Era muy estimada en la vecindad de dicha azotea, conocía el interior de los cuartos, incluyendo los traseros de casi todos sus habitantes; se distinguía por su trato amable, su alegría y generosidad. Solo los niños mantenían una prudente distancia hasta que ella se ganaba su confianza con palabras de cariño, dulces y caramelos, y hasta regalos modestos cuando maduraba la amistad con algunas familias. Había niños osados que la abordaban con su lengua mocha:

-“Chila, ¿Si me lejo inyetal sin yolal me legalas duches? Y otro nene: “¿A mí también Chila?, y no me pongo duro”

-Claro que sí, pero cuando se enfermen; ahora se los voy a dar por adelantado ¿eh?

Cuando se comprometía a inyectar una serie, lo hacía en un horario que no interfiriera con su trabajo de enfermera en una reconocida clínica sobre Insurgentes, no muy lejos de allí. Morena, algo feíta, llegó allí cuando tenía 25 años, a la muerte de su hermana mayor con quien vivía en Villa Hermosa. Fue recibida por su hermana, que tenía uno de los departamentos de la Unidad; al principio afable con Basilia. Esta, para labrarse un futuro, se inscribió a una escuela de enfermería por las mañanas, y por las tardes trabajaba en la clínica, en la que continuó hasta su jubilación por el Seguro Social. Ante las constantes llegadas y salidas, la hermana le ofreció rentarle el cuarto de servicio en la azotea; al cual tendría acceso directo sin pasar por el departamento. Basilia frecuentaba a su hermana; sin embargo cuando la anfitriona esperaba visitas importantes, se afrentaba de ella, pidiéndole que desapareciera. Esto hizo que Basilia se refugiara con sus vecinos de la azotea y, pasado un tiempo, raras veces se viera con su hermana. Hizo amistad con Lolita, quien tomó un curso rápido de primeros auxilios y también inyectaba a los vecinos. Luego que Dolores aprendió a “tirar las cartas”; dejó que aquella tarea la hiciera Basilia por entero. Cuando se trataba de excursiones era la más entusiasta. En Semana Santa, el viaje de lujo de los pobres al cercano centro recreativo de Oaxtepec con sus múltiples albercas, reunía hasta 30 personas, entre adultos, jóvenes y niños, cargando hasta con el perro, el perico y los geranios, que no se pueden quedar solos.

En diciembre coordinaba la peregrinación a la Basílica de Guadalupe; las posadas y la gran posada de todos los habitantes de la Unidad en la explanada central, encargando a unas el ponche, el confeti, las serpentinas, las piñatas; a otras el tocadiscos y la música, sin faltar los que colgaran las guirnaldas y al final dejar limpia el área.

No obstante sus muchas virtudes, no atrajo un galán sino hasta los 35 años. Se iban los sábados a darle gusto al cuerpo a uno de los salones de baile que abundan en la Ciudad de México y a un ritmo distinto en un hotel de paso. Ella, a la que tanto le encantaban los niños, quería uno de su amado novio; pero este le resultó casado y no quería compromisos extras. Sin embargo se vieron un día a la semana durante 20 largos años. Un día Longinos desapareció. Basilia no supo dónde buscarlo ni qué le pasó. Jamás lo molestó para saber dónde trabajaba o donde vivía. Una vez más encontró la manera de ocuparse con sus vecinos. Adoptó cómo madrina al hijo de su amiga Lolita, 20 años menor que ella, quien ahora estaba metida de lleno con las cartas.

-Oye, Lolita, ya no voy a trabajar a la clínica; me jubilé. No sé qué hacer aparte de inyectar. Me sobra tiempo; ¿por qué no me enseñas a “tirar las cartas”. Tú estás saturada de clientes y si aprendo, pues te ayudo.

No se le daba a Basilia lo de la lectura de las cartas. “¡Ay! Lolita, no, no siga, esto no es para mí, me da risa solo de pensar que más de la mitad de la suerte de los clientes va a estar en función de lo que les conozco, o de lo que me acaben de contar”. “No, mujer, ponte seria. Vamos de nuevo” –y Basilia-:

-¡Para mí, ja, ja, ja; para mi casa, no, esteee, suerte, je, je; para los que me, me esperan, ji, ji, no, no, para lo que me espera –toc, toc, toc– toca Basilia sobre la mesa. “No Chila, sobre el montón de cartas”. “No qué, me doy, no sirvo para esto. Mira, Lolita, mejor yo te enseño a llamar a los espíritus de los clientes, los pones en contacto con ellos. Por eso te pagarán lo que tú quieras. Yo la haré de tu ayudante. Con la boca cerrada emitiré los gruñidos, o los murmullos de que estoy despertando; en fin vamos a ver”:

Ahora Lolita es la que se desternillaba de la risa y tergiversaba las frases que Basilia le pedía repetir:

-¡Aaay!, mi José José, ‘ooontás que no te veo, muéeestrate ¡carajo!

-No, canija tú, yo no te dije eso. Y te dije que entornes los ojos, no que abras los párpados al máximo y hagas bizcos buscando a lo loca.

-¡Ay, no!, Chila, mejor cada quien con sus cuentos. Mejor me ayudas como recepcionista a la salida del cuarto y cobras por adelantado, ya después, si se quieren ir, les dices que no hay devoluciones y les das un vale para que vengan en otra ocasión.

Otro cuarto de azotea muy visitado era el de don Laureano el “Joyero”, quien tuvo su joyería por muchos años frente al parque cercano y por las noches ocupaba un cuarto en una casa de asistencia, también por el rumbo. Unos falsos agentes hallaron la manera de chantajearlo, acusándolo de comprar chueco, para lo cual le sembraban algunas joyas. Don Laureano, acosado por estos truhanes, pidió a Arnoldo, un cliente asiduo, que le rentara el cuarto de servicio de su departamento en la Unidad. En la vecindad de la azotea fue bien recibido, ya que varias señoras le llevaban con frecuencia sus medallas para que las convirtiera en pulseras, o sus anillos en dijes. Una de sus clientas era doña Basilia, quien ahora lo visitaba más seguido para recordar viejos tiempos.

-¡Ay Laureano!, de veras que te perdiste lo mejor de mi madurez. Ante mis discretas insinuaciones te hacías como que la Virgen te hablaba. Bueno, ahora que te veo más seguido creo que todavía estas atractivo… si tú quisieras, yo…

-¡Ay, mujer, ¿y con qué objeto? El tiempo y mis solitos acabaron con lo poco que me quedaba. Además mi esposa nunca me dio el divorcio y esperaba que viviera con otra mujer para acusarme de adulterio y abandono de hogar y así me quitaría la joyería, que ni la necesita porque ella tiene muchas más, ella me enseño el oficio.

-Bueno, carajo, por mi lucha no quedó. Oye y hablando de valores, ¿a quién le vas a dejar tu resto, aquí hay muchas joyas, pedacería de oro y plata y piedras preciosas.

-Pues a Arnoldo, mi casero que de cuates no me cobra el cuarto. Aquí vivió con Lolita. Ahora tienen su departamento.

¡Ah!, pues todo queda en familia, yo soy uña y mugre de ellos.

La Unidad no fue la excepción de la tragedia durante el terremoto de 1985. El edificio de poco más del doble de largo que los demás, sufrió daños en sus columnas y trabes. Más graves con el temblor del día siguiente por la noche, por lo que todos sus habitantes tuvieron que desalojar junto con los muebles que pudieron sacar. Meses después tuvo que ser demolido el edificio. Afortunadamente fue el único, el resto se mantuvieron incólumes. Basilia y Lolita convocaron a la vecindad de la azotea a colaborar junto con otros vecinos para que los del edificio siniestrado tuvieran cobijas y tiendas de campaña. Instalaron centros de acopio en las calles aledañas e Improvisaron cocinas en la explanada para preparar alimentos durante los días críticos, mientras los afectados conseguían acomodo.

Con el paso de los años Basilia envejeció, las mensualidades por su jubilación se achicaron, tanto que apenas alcanzaba para comprar lo más indispensable. Sus manos temblorosas eran incapaces de aplicar una inyección. Los niños dejaron de pedirle dulces. Sin embargo nunca le faltó el auxilio de Lolita que ahora correspondía a la generosidad con que su familia fue beneficiada en otros tiempos. Finalmente la propia Basilia pidió a Lolita que le consiguiera una estancia con lo que recibía de la jubilación. Lolita le hizo creer que su mesada era suficiente para cubrir la cuota mensual. Cuando murió sus funerales fueron muy concurridos. Por muchos años se comentó entre los vecinos de la Unidad, la vida y obra de Chila, la que inyectaba.

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