San Juan de la Costa es un complejo minero situado a cuarenta kilómetros al norte de la Paz, junto al precioso Mar de Cortés, en la distante Baja California Sur, donde se explota la roca fosfórica.
Hasta ese lugar llegó a trabajar, en enero de mil novecientos ochenta y cinco el ingeniero Bernardino Lebrija, originario de Guanajuato, en cuya Escuela de Minas había estudiado a mediados de los sesenta la misma carrera de su padre y de su abuelo.
Cuando lo conocí se asomaba a los cincuenta años, y conocía ya la mayoría de las minas de México. En algunas como Real del Monte, Bolaños, Cananea o Peñoles había prestado sus servicios, en otras había realizado prácticas o visitado a amigos o familiares.
Bernardino era un tipo afable pero retraído. Algunos lo atribuían a que en un accidente automovilístico reciente, había perdido a su esposa y dos hijos, su especialidad era la Planeación de la Explotación Minera.
Había hecho un doctorado en Francia y era muy reconocido por su capacidad en el medio. La Mina tenía unos veinte años de explotarse por lo que se le consideraba joven, comparada con otras que databan del siglo dieciséis.
Se había terminado la explotación a tajo abierto, que según dicen los mineros es más rentable porque se gasta menos en extraer el mineral y se había iniciado la explotación subterránea, abriendo túneles para explotar las capas de fosforita, un mineral no metálico, que los geólogos previamente habían determinado.
El paraje donde se localizaba la mina era muy hermoso. Desde luego en ese maridaje tan particular que hacen el mar y el semidesierto.
Ahí como la alucinación del sediento, estaba el campamento con las casas de los mineros que vivían con sus familias, los dormitorios de los que habitaban como solteros, más allá las oficinas administrativas, los talleres, el almacén, la planta de beneficio, los promontorios de roca ya lista para embarcarse, la banda transportadora, el muelle, el pescante para recibir cada quince días un barco de treinta mil toneladas y llevar el mineral al mejor postor.
Bernardino se entregaba a su trabajo como un celo descomunal, a las cinco ya estaba de pie, se metía con el primer turno que entraba a las siete a los túneles, salía a media mañana, iba a la planta de beneficio a revisar los procesos, volvía a su escritorio, atendía a los visitantes, iba a las oficinas centrales y en el restaurante procuraba sentarse un poco alejado de sus compañeros, con la mirada puesta en lo azul de la bahía, donde de pronto se veía retozar a los delfines.
Se había dejado crecer barba y cabello. Siempre con su casco azul y su cinturón minero, amén de sus botas industriales de punta metálica. A pesar de que la mayor parte del año el sol es inclemente en esa región, se le veía pálido.
Cuando Tulio, uno de sus compañeros a quien le permitía cierta confianza le sugirió ver al médico, le cortó el vuelo con un rotundo no, estoy bien.
Sin embargo, ya se corría la voz de que el ingeniero Lebrija hablaba solo y en la noche salía a caminar por los cerros cercanos o se le veía deambulando por la presa de jales, o por el polvorín, ambos distantes unos tres kilómetros de la unidad minera, aunque en sentidos opuestos.
A veces se quedaba más de una hora sentado en cuclillas y con un pedazo de varilla hacía círculos en la tierra. Sin embargo, en su trabajo todavía cumplía satisfactoriamente.
Era ya tan evidente la actitud extraña que observaba Lebrija, que Palacios, el Superintendente general un día lo mandó a llamar.
-Ingeniero, ¿se siente usted bien?-
CONTINUARÁ…