diciembre 14, 2024
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octubre 1, 2017 | 157 vistas

Un segundo más en Tlatelolco y…

Eduardo Narváez López.-

Ya estábamos en octubre; los días comenzaban a acortarse, amanecía más tarde y anochecía más temprano, con lluvia fina y frío; por tal razón mi socio Adrián Mingüer Torres y yo nos apresurábamos temprano a preparar la ruta que seguiríamos para efectuar los cobros de cuentas difíciles proporcionadas a comisión a mi despacho por las empresas de don Humberto López. Nos transportábamos en una motocicleta de 150 centímetros cúbicos. No tenía la capacidad para el uso intensivo a que la sometíamos. La quincena pasada se descompuso cada tercer día; lo peor es que se paraba en el camino; la regresábamos en taxi al taller. El maestro mecánico a veces no le hallaba, por lo que teníamos que hacer recesos forzosos. Cada día estaba peor la pobre. El maestro mecánico movía la cabeza de un lado a otro:

-Si la obligan a trabajar de sol a sol y de La Villa al estadio Azteca, se la van a acabar –me daba pena confiarle que la llevábamos mucho más al norte de La Basílica a poco más de una docena de colonias–cuando vamos por la carretera en la noche vemos miles de luces como veladoras encendidas, esparcidas por los cerros; lo que no da idea de lo mucho que se ha extendido la ciudad.

Y lo que tenía que pasar, pasó: Un día que Adrián fue solo a cobrar, llegó en taxi, extrajo de la cajuela la motocicletas en partes; la cadena colgada al cuello, la llanta en la mano, el mofle en la otra; luego la otra llanta, el manubrio y el resto. Me contó;

–Creí que iba a pasar sobre un gran charco, pero resultó ser, más que un bache, un boquete, ¿qué digo?…un socavón.

Empezamos a cobrar a partir de las colonias más lejanas al norte de La Villa, como a 18 kilómetros del despacho, luego regresaríamos a los linderos de la propia Villa en donde veríamos a los últimos clientes. De ahí nos iríamos a la casa de la empresa, donde ocupábamos dos cuartos, uno para despacho y otro para dormir. En el camino, ese miércoles dos de octubre pasaríamos por Tlatelolco, para ver el desarrollo de un mitin de protesta por parte de estudiantes, por falta de democracia en el país, apoyados por obreros, campesinos, amas de casa, profesores e intelectuales. Sería histórico porque el Gobierno, de no atender positivamente los puntos del pliego petitorio, continuarían las marchas, mítines y plantones, lo que implicaría una suspensión de los juegos olímpicos. Lo más probable es que el Gobierno se comprometería a desahogarlos aunque después no cumpliera, o bien que los estudiantes dieran una tregua mientras pasara la olimpiada.

–Por hoy es todo Adrián, vamos a Tlatelolco, quiero estar un rato ahí. Se va a poner bueno, dicen que será la concentración más numerosa de cuantas ha habido desde julio que empezó el movimiento.

Llegamos ahí sin que nos fallara la moto. Nos bajamos en el puente, frente a la plaza de “Las Tres Culturas”, las ruinas, la iglesia, la vocacional y el edificio “Chihuahua” en cuyo tercer piso hablaban los líderes del Consejo Nacional de Huelga –según las crónicas, habría unas diez mil personas–.

Serían las 17:50 horas, vimos que tres helicópteros rondaban a baja altura, después de unos 20 minutos cobraron altura y desaparecieron. Me invadió la sensación de peligro y muerte, de que algo grave iba a suceder; corría sangre caliente por las venas de mi cabeza combinada con un hormigueo y corriente eléctrica; como que algún peligro grande se cernía sobre nosotros; voltee con miedo hacia todos lados, de pronto recordé que traíamos fundido el foco de la calavera de la moto muy penado por los tránsitos, ya era tiempo que se descompusiera la moto, empezaba a pringar, ya iba a oscurecer.

– Vámonos de prisa que se hace noche y la moto no trae luz trasera, le dije a Adrián con premura y angustia–. Adrián por lo visto percibía las mismas sensaciones, porque no terminé de decirle cuando ya estaba haciendo todo a un tiempo: se incorporó, montó la moto –yo también–, con las dos manos, ambos hicimos “changuitos” para que arrancara y no se nos apagara en el camino. Enseguida vimos aparecer atrás de la iglesia uno de los helicópteros de donde arrojaron tres luces de bengala, dos verdes y una roja. Se escuchó un murmullo y movimiento como de olas de gente, al mismo tiempo gritos de alerta.

Un pedalazo y no arrancó la moto, otro dado con desesperación y nada, por fin arrancó al tercero, y nos volvió el alma al cuerpo. A 150 metros está la calle de Ricardo Flores Magón (antes Nonoalco) en cuya esquina se encuentra el edificio de Relaciones Exteriores, y es una de las calles que delimitan la unidad Tlatelolco. Logramos salir ese límite un segundo antes de que por ahí mismo los soldados cerraran la cadena humana; venían en dos filas paralelas con una marcha de intimidación: –alzando las piernas, dejaban caer con fuerza sus botas contra el concreto, a la vez que eran cubiertos a cinco metros por los tanques. Escenas impresionantes, no obstante que en los últimos 50 días los estudiantes creíamos habernos acostumbrado a ellas–. A continuación a paso veloz una de las filas fueron hacia el interior –lo mismo hacían por los otros tres lados, es decir, cercaban al núcleo principal de asistentes apostados alrededor del edificio Chihuahua, al frente del cual habíamos estado nosotros-. Cinco segundos después se desataron los balazos con ametralladoras y armas de alto poder desde abajo, y los francotiradores del cuarto piso del “Chihuahua” y de las azoteas con armas largas. Es decir se mataban unos a otros, soldados, policías y agentes de choque, y desde luego masacraron a estudiantes y asistentes en general.

Cruzamos la amplia calle a 40 metros, en la esquina de Flores Magón y San Juan de Letrán. Allí tuvimos que hacer una pausa. Estábamos acalambrados y parecía que traíamos una losa pesada sobre nuestras espaldas y la cabeza tumefacta de tanto apretar las mandíbulas, debido al miedo de no saber por dónde vendría el peligro, el golpe o alguna bala que nos pudiera matar. Nos paramos a sacudir las piernas; yo me sacudí los orines que en ese momento se me salieron sin que pudiera impedirlo; observe si a Adrián le había ocurrido lo mismo; al ver que no, disimulé apenado.

-Ufff ¿Ves como siguen llegando soldados, tanques y vehículos militares? ¿Escuchas los balazos? -de acuerdo con los periódicos, participaron cinco mil soldados -Si tomamos en cuenta que fueron diez mil personas al mitin, toca a un soldado para cada dos personas.

Reemprendimos la marcha al tiempo que escuchamos trrrr, tá, tá, ta, trrrr de ametralladoras. Otra vez nos invadió el terror y nos fuimos sin parar en altos hasta la casa; parecíamos ser los únicos locos en la ciudad; no nos explicábamos como la gente y el tránsito estaba tranquilo, cuando en Tlatelolco teníamos la certeza de que muchos estaban cayendo abatidos.

Al día siguiente que leíamos las crónicas no podíamos explicarnos como salimos justo a tiempo de esa trampa en fracciones de segundo –y de cómo no nos hizo una trastada la moto-, máxime que se habló de que la balacera empezó inmediatamente después de que arrojaron las luces de bengala -cuando nosotros arrancábamos-. Entonces recordé la ocasión en que Adrián y yo nos encontrábamos en peligro de muerte inminente cuando unos judiciales nos perseguían: todo transcurría como en cámara lenta -según la ciencia se nos da más tiempo, para pensar sin precipitaciones lo que debemos hacer para salvarnos; tal y como nos ocurrió en Tlatelolco.

Apenas llegamos a la empresa, vimos como estaban todos ansiosos de información, pegados a la radio. Las noticias que transmitían eran vagas, imprecisas, confusas. Poco a poco llegamos a saber parte de lo que había pasado. Después de un baño, acudí al café que está en la planta baja del edificio de la Gran Logia Valle de México, en donde mis fraternales comentaban la muerte de uno de los nuestros, el profesor Leonardo Pérez González y otros de nuestra asociación heridos en la refriega. Después de las nueve de la noche, comenzaron a llegar hermanos provenientes de los alrededores de Tlatelolco con noticias frescas. Nombrábamos comisiones para rescatar de los hospitales a los compañeros, antes de que los enviaran al campo militar número uno o a las cárceles. Al día siguiente en mi facultad de Filosofía y Letras de la UNAM nos arrebatábamos los periódicos, para enterarnos de los detalles de la concentración y los caídos allí. Ante los terribles testimonios de los compañeros que salieron ilesos, sentí que el mío era insignificante. Adrián y yo, por mucho tiempo continuaremos platicando a nuestros nietos, que estuvimos allí, un segundo antes de que empezara, lo que se denominó después como “La noche de Tlatelolco”.

 

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