ACAYUCAN, México, enero 1 (AP)
Para unos, Gumaro Pérez era un experimentado reportero de trato amable, apodado “el hombre rojo” por su cobertura de temas policiacos en Acayucan, Veracruz, uno de los estados mexicanos más peligrosos tanto para la prensa como para la sociedad en general.
A ojos de la Fiscalía del estado, sin embargo, era un presunto colaborador del crimen organizado que tuvo un final macabro: hombres armados, supuestamente de un grupo rival, irrumpieron el 19 de diciembre en la escuela de su hijo de seis años, en plena fiesta navideña, y le dispararon a bocajarro.
En cualquiera de los casos, el brutal crimen cometido a plena luz del día dejó al descubierto el complejo escenario en el que se mueve la prensa en varios estados mexicanos, incluidas las zonas donde las organizaciones criminales controlan a autoridades corruptas, aterrorizan a la población y se sienten libres de amenazar y asesinar a periodistas con total impunidad.
Muchas veces, ser periodista en estos lugares supone escribir o subir fotografías en portales de Internet muy rudimentarios o en una página de Facebook; en otras ocasiones, significa trabajar a tiempo parcial para pequeñas publicaciones con salarios insuficientes para vivir y que obligan a tener otros empleos. Algunos son taxistas o tienen pequeños negocios. Otros trabajan para gobiernos locales. Y no puede descartarse que alguno esté en nómina de los cárteles o de las autoridades corrompidas por el crimen, aunque sean una minoría.
Con al menos diez reporteros asesinados en 2017, observadores internacionales consideran que el país vive una seria crisis para la libertad de expresión. En México, además, los riesgos se multiplican para aquellos que trabajan sin editores, sin medios de comunicación que les respalden y sin la ayuda o el asesoramiento necesario si se encuentran en peligro.
“Está claro que eso les hace más vulnerables”, asegura Jan-Albert Hootsen, representante en México del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), con sede en Nueva York.
Y cita el caso de Moisés Sánchez, un reportero de Veracruz que con el dinero que sacaba como taxista imprimía su propio periódico. Fue decapitado y mutilado en enero de 2015 por motivos que -el CPJ confirmó- se debían a su labor informativa en un pequeño y violento pueblo de ese estado.
“No tenía ningún apoyo institucional así que cuando empezó a recibir amenazas de muerte, nadie le respaldó”, lamenta Hootsen.
El último reportero asesinado, Gumaro Pérez, de 34 años, empezó muy joven a trabajar para el Diario de Acayucan, en la localidad del mismo nombre, de menos de cien mil habitantes. Ubicada en el sur del estado y cerca del Golfo de México, es una región rica en petróleo y corredor estratégico de tráficos ilegales que, según los expertos, actualmente se disputan los carteles de los Zetas y de Jalisco Nueva Generación.
“Entonces era un muchacho trabajador”, cuenta el subdirector del Diario de Acayucan, Cecilio Pérez, quien no tiene ninguna relación familiar con Gumaro. Después, asegura, le perdió la pista por mucho tiempo.
Gumaro Pérez enviaba notas a varios portales e incluso abrió el suyo propio: La voz del Sur. En paralelo, hace unos años empezó a colaborar también con el alcalde de Acayucan, Marco Antonio Martínez, para quien lo mismo hacía de chofer que de fotógrafo o asistente personal, aunque no estaba en la nómica del Ayuntamiento y no está claro cómo se le pagaba, explicó Jorge Morales, de la Comisión Estatal de Atención y Protección a Periodistas de Veracruz, un organismo gubernamental.
El alcalde no contestó a reiteradas solicitudes de entrevista para este artículo.
Y según varios periodistas locales entrevistados por The Associated Press, Gumaro Pérez, parecía tener un trabajo más: vigilar a sus colegas y coaccionarles para que publicaran o callaran información de acuerdo a los intereses del crimen organizado.