Cebú, Filipinas, 18 Nov (Notimex).- Cementerios habitados también por vivos. Se trata de un fenómeno muy común en Filipinas, donde las tasas de pobreza siguen siendo muy altas. Sin otro lugar al que ir, miles de personas ocupan sectores enteros de numerosos cementerios de todo el país.
Duermen sobre las lápidas, construyen, llenan los nichos con los pocos bienes que poseen. El Cementerio Católico de Cebú, la quinta ciudad más poblada del archipiélago, no es una excepción.
«Mi padre nació aquí. Yo también. Para nosotros es normal ver a los niños jugando entre las tumbas». Michael tiene 30 años y toda su vida durmió acostado sobre el frío mármol de una oscura lápida.
Robert Rie Lyn, que nació el 14 de marzo de 1927 y murió el 28 de mayo de 1998, es el nombre del propietario de la tumba que se convirtió en la cama de Michael.
El chico se ofrece para hacer de guía en el cementerio, donde yacen los restos de al menos 10 mil personas. Nadie sabe con exactitud el número de muertos que hay enterrados aquí.
Aquí la gente más pobre suele enterrar a su difuntos en secreto, con la complicidad de los guardianes, en nichos que pertenecen a otras personas.
«En realidad -dice Michael- ni siquiera sabemos el número de personas que viven en el cementerio. Cambia constantemente. Si alguien de esta zona acaba en la calle y no tiene dónde ir, viene aquí”.
“Después tal vez encuentra algo mejor y se va. Actualmente somos un centenar. Es cierto que no pagamos impuestos. Pero también es cierto que no recibimos ningún tipo de asistencia», cuenta.
Las actividades laborales que realizan los habitantes del cementerio son tres. La primera es el grabado de inscripciones en las lápidas con cincel y martillo.
La segunda es la limpieza de las lápidas a cambio de lo que les dan los familiares que van a visitar a sus seres queridos, y la tercera, es la producción de velas que fabrican reciclando la cera de las que se encuentran entre las distintas tumbas.
«Con las velas -explica Melsie, madre de una niña de ocho meses- no ganamos mucho dinero. Sólo unos pocos centavos para no morir de hambre. Principalmente las vendo los domingos, cuando hay más visitas al cementerio».
La vecina de la tumba de Melsie, la anciana Ella, interviene mientras tiende la ropa en una cuerda sujetada entre un crucifijo y otro: «El domingo es el día en que recolectamos más dinero limpiando las lápidas. Mi casa está construida al lado del nicho de un chico que murió muy joven”.
Abunda: “Luis tenía apenas 18 años cuando perdió la vida en un accidente de tráfico. Todos los domingos su madre viene a verlo y a llevarle flores. Yo limpio la lápida y me da una propina de 100 pesos (unos dos dólares)”.
Las cabras se suben a las lápidas y pastan libremente. Se alimentan de las malas hierbas que encuentran aquí y allá.
Los niños juegan desnudos en el barro y prenden fuego a un montón de residuos en un espacio abierto. También hay, como en cualquier lugar público en Filipinas, una cancha de baloncesto, el deporte nacional.
No muy lejos, en una pequeña calle, hay una red de voleibol. Una decena de muchachos se dividen en dos equipos y juegan al son de remates y pelotazos. Si la pelota termina en el techo de los panteones, rápidamente un niño, elegido como ´recogepelotas´, va a recuperarla.
Joshua, de 18 años, es sin duda el más fuerte de todos. Cuando era pequeño lo adoptó una tía lejana que hace más de 50 años que vive en el cementerio.
Su familia, que vive en un pueblo a las afueras de Cebú, no podía mantenerlo. De vez en cuando trabaja como ayudante en una tienda, en la entrada del cementerio, donde se hacen grabados en mármol.
Está en el último año de la escuela secundaria y sueña con convertirse, algún día, en maestro de primaria, tal vez en el instituto donde van todos los niños que viven en el cementerio.
Dice: «Nuestros principales problemas, a parte de los alimentos, que siempre son escasos, son la electricidad y el agua”.
“Electricidad no hay y pocas veces conseguimos conectarnos a los puestos cercanos –añade-. El agua no es potable y tenemos que comprarla en la tienda, y cada garrafa de 3,5 litros cuesta cinco pesos (unos 10 centavos de dólar)”.
«La vida aquí es difícil, pero no es tan diferente de la que tienen los filipinos que están afuera. Hay pobres aquí y pobres afuera. Solo que aquí crecemos y vivimos junto a los muertos”, afirma.
“Los respetamos y en la medida de lo posible cuidamos sus tumbas. ¿Sabéis lo que decimos nosotros del cementerio bromeando? Los muertos son buenos vecinos, nunca se quejan». Joshua estalla en una atronadora risa que contagia a sus compañeros de juego.