diciembre 12, 2024
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septiembre 4, 2019 | 149 vistas

Mariana Castañón.-

Hace un par de semanas conocí a un chico en Tinder. Desde entonces hemos hablado un poco y salido un par de veces. Naturalmente, y a pesar de que esta interacción supone poco o nada más que un flirteo, por motivos de seguridad, de asistencia y de fanfarronería, mis amigos más cercanos están al tanto de la existencia de este sujeto. Les he contado todo lo que, para mí, supone lo más notable sobre él: su atractivo físico, su condición de extranjero, aquello respecto a su personalidad que me pareció agradable y su edad. Todo lo que creí relevante para la construcción mental de este personaje, a excepción de una pieza (aparentemente) clave: su nombre.

Vamos, no es que esté peleada con los nombres. Tampoco es que sea una figura pública, un casado o una expareja para que quisiera guardar este dato para mí con tanto recelo. Ni siquiera se trata de que esta información sea una que yo desconozca. Simple y sencillamente se trató de una omisión involuntaria, irreflexiva, banal. O, al menos, eso traté de explicarle a mi terapeuta, que me escuchaba escépticamente en nuestra sesión, que tuvo lugar justo al día siguiente de quedar con este chavo. Pero cuando las muecas seguían, después de esta explicación, intenté cambiar mi respuesta. “Es que, como es español, su nombre aquí en México suena extraño”. No hubo cambios en su expresión de incredulidad. “Bueno, la verdad es que jamás me he visto en la necesidad de llamarlo por su nombre”, concluí. Esa era mi respuesta final. Infalible, firme y honesta.

Al verme por fin resuelta con mi réplica, Mariangela sonrió taimadamente y, sin ahondar en explicaciones, mencionó que esa falta de nombramiento significaba algo y continuó con la terapia. Generalmente, habríamos aclarado ese aspecto al final de la sesión, ya cuando los temas importantes se hubieran tratado, pero tras mis primeras cuatro semanas en Monterrey y un montón de cosas nuevas por contar, ese comentario quedó en el olvido. Por 50 minutos. Pues apenas salí del consultorio me dispuse rápidamente a consultar con el siempre disponible Google acerca de esta eventualidad.

Ni siquiera sabía cómo buscarlo. Tuve que corregir mi elección de palabras tres o cuatro veces, porque al parecer existe otro fenómeno en donde la gente escucha su nombre cuando no hay nadie cerca. Y lo mío no tiene nada de paranormal o tétrico, aunque quizá sí algo retorcido. Pues resulta que, para empezar, llamar a alguien por su nombre sí es un asunto importante. Al menos eso decían las entradas de coaches en liderazgo y de curiosidades. Mientras que, los blogs, forums y documentos de psicología, aludían a todas esas reacciones emocionales positivas que se generaban en nuestro cerebro, como los puentes de confianza y a la importancia del mismo dentro de la construcción de nuestra identidad. Y con eso de los puentes de confianza se iba construyendo el significado de esa mueca. No fue sino hasta el final que una entrada terminó por explicarla: Cuando llamas a alguien por su nombre lo visibilizas y reconoces su existencia. No hacerlo, recurrir -voluntaria o involuntariamente- a la despersonalización, genera un sesgo cognitivo y un alejamiento emocional del individuo.

Bueno, siendo sinceros, debí haberlo visto venir. Referirme continuamente a alguien como “el español”, a pesar de conocer su nombre, es bastante reduccionista y potencialmente grosero. Y sin embargo, no me sonó tan descabellado que de todas las personas con las que convivo, precisamente el tipo que conocí en Tinder sea el desnombrado. Después de todo, no se trata de una relación de impacto en mi vida y, por lo mismo, es fácil ver que la falta de enunciación de su nombre va más por un el lado de lo inocuo e inofensivo y, por lo tanto, es fácil de corregir. Sin embargo, no se puede esperar lo mismo de todos los casos similares.

El ejemplo más directo, porque lo encontramos fácilmente en nuestra vida diaria, es el de los nombres personales. A veces, desde una egoísta falta de atención, una pesada forma de interactuar con los demás o algún tipo de resentimiento, generamos ciertos tipos de (micro)agresiones, al omitir el nombramiento de personas como la nueva pareja de tu ex, la trabajadora doméstica que apoya en tu casa o el compañero de trabajo al que bautizaste con un despectivo apodo. Y las cosas ya no se prestan tan inocentes.

 

LA PERVERSIÓN DE NO LLAMAR A LAS COSAS POR SU NOMBRE

Ojalá el problema se detuviera solo cuando no llamamos a las personas por sus nombres de pila, pero el uso incorrecto de los términos se extiende en todos los ámbitos de nuestra vida diaria. Y de la misma forma, puede pasar desde lo juguetón, lo ignorante y lo despistado, hasta lo hiriente o peligroso. Es así, cuando nos encontramos con que la incorrecta nomenclatura de los órganos sexuales impide que una maestra de preescolar identifique un caso de agresión sexual, porque es incapaz de comprender qué significa “galletita”. O también, cuando en el abuso de los eufemismos terminamos por maquillar tanto la verdad que regalamos a los maltratadores la ligera cualidad de “explosivos” o “enojones” y a la intolerancia la llamamos conservadurismo y tradición.

Lo decoroso camufla la causa. Las palabras nos condicionan cognitivamente. Si tratamos de inevitable, normado y natural a todo aquello que es producto solo de la perversión humana, estamos coartados a perder la atención sobre la urgencia de un cambio. La exorbitante cantidad de feminicidios no genera ruido cuando las víctimas son reducidas a números. ¿No es aquí un ejemplo claro de cuando la despersonalización se convierte en un verdadero problema? ¿Qué pasa cuando los medios de comunicación se esmeran en tildar de “conflicto armado” a lo que claramente es una guerra? Cuando, a la hora de redactar encabezados sobre violaciones, llamamos mujeres a las niñas de 16 años y jóvenes a los hombres de 25. En estos casos, ¿no son los eufemismos, nuestra necesidad de endulzar la realidad y nuestra propia indiferencia tan peligrosa como la realidad misma?

Nuestra lengua es sumamente rica. Hay palabras y nombres para las cosas más bellas, para las más ruines y para todo ese infinito que existe en el medio. Y no necesitamos ser filólogos para reconocer que matar y morir no es lo mismo. El no llamar a las cosas por su nombre desposee al objeto de la posibilidad de enmendar los problemas que le conciernen. Se crean paredes, filtros y bloques que nos impiden llegar a la raíz de las cosas, encubriendo aquello que sabiéndose reprobable, se sigue haciendo, no porque es inevitable, sino porque desde su enunciación, es irreconocible, invisible, o irrelevante. Justo como pasa con la omisión de los nombres de pila, un marco de sentido incorrecto dentro de la designación de una palabra, genera sesgos cognitivos. Endulzar la realidad no atenta el dolor, no amortigua el golpe, sino que al contrario, lo perpetúa. Porque al ser ocultado, al no permitir que la gente entienda la realidad desde la verdad, hace que cada vez sea más fuerte, más incidente, más desgarrador.

Empecemos con lo pequeño y no nos detengamos hasta lo grande. Hasta que cada cosa y cada persona sea visibilizada, dignificada, llamada como debe de ser. Hasta que, por lo menos, un error de nomenclatura no sea aquello que contribuya en la perpetuación de la injusticia. Aunque sea incómodo, aunque suene inorgánico, forzado, fuerte, intenso. Aunque asuste, aunque enoje, aunque, aparentemente, sea inofensivo. Llamemos a las cosas, a los ligues, a los crímenes, a lo malo y a lo bueno, por su nombre.

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