diciembre 14, 2024
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octubre 10, 2019 | 185 vistas

Mariana Castañón

El fin de semana vine a Victoria, aprovechando los nuevos precios de un Transpaís resignado a la derrota que le han puesto los grupos de viajes compartidos en Facebook. Hacía mes y medio, quizá, que no había vuelto a la Capital de mi estado: dos semanas más tarde que lo habitual. Dos semanas que me costaron en cada hueso de mi cuerpo, porque para la mala suerte de mi estado general de bienestar, mi terapeuta no vive en Monterrey como yo.

Hace meses que me dio de alta. Terminé las vacaciones y, aunque con cicatrices algo sensibles todavía, estaba más fuerte y feliz de lo que había estado en años. Tendría que volver a las sesiones, ahora esporádicas, durante un tiempo más: sería necesario cambiar el aceite, darle seguimiento a algunos de mis ejercicios y enfrentar los nuevos retos que generaría el cambio de aires (y de situación sentimental); pero todo se veía bien. Quizá por eso, el sentirme ahogada después de apenas un par de semanas extra, llamó negativamente mi atención y levantó importantes cuestionamientos.

Para empezar, tuve un mes complicado, pero relevante. Interacciones distintas, nuevas rutinas, nuevos amigos y nuevos ligues, así que mi sesión del sábado se sintió más como una actualización con una vieja amiga que como un espacio de respuestas. Y, honestamente, dada la situación, precisaba un montón de esas. Necesitaba saber por qué, a pesar de que las cosas iban tan bien, me sentía tan mal, por qué me sentía tan cínica respecto a todo y por qué las canciones y las personas alegres ahora me parecían ingenuas, cuando hace apenas unos meses yo era una de ellas.

Me regresé a Monterrey, con mucha tarea, con una cita programada para menos de un mes y con más preguntas que con las que había partido. Además, tenía una columna por escribir y cero temas que comentar. Apenas había leído el último mes, prestaba poco interés en las clases y tuve pocas reflexiones sobre mi alrededor. Así que me decidí que, en esas cuatro horas de viaje, terminaría uno de los dos libros que cargaba en mi mochila: Historia de la Sexualidad y Génesis de la Revolución Cubana, para poner en uso mi cerebro y, con suerte, generar algún tipo de análisis que pudiese ser aplicado a los temas de actualidad. Pero, como perdí mi rutina lectora y el estudiar estos temas no me estaba llevado a nada, cerré los libros.

Por alguna razón, el autobús tuvo fallas técnicas y las pantallas donde cargas tu celular se apagaron. Además de que necesitaba resguardar mi pila, mi mejor amiga estaba en el cine y ese día no estaba platicando con nadie más, así que, de no ser por mis audífonos, no contaba con ninguna forma de entretenimiento en ese momento. Subí el volumen y me puse a seguir las letras de las canciones por un rato.

Naturalmente, un montón de pensamientos vinieron a mi mente: un par de memorias adjuntas a las canciones, comentarios sobre los músicos en cuestión, los pendientes de la semana, la cantidad de horas restantes del viaje y quizá la reproducción de un chiste o dos. Al cabo de unos minutos, al igual que pasa con las conversaciones con individuos, los temas triviales e introductores de la plática se fueron acabando. Pronto me encontré pensando en cosas un poquito más reales: la reproducción del fin de semana, comentarios de mis amigos e incluso algunos pensamientos relacionados al tipo que me gusta.

Una vez que el tren del pensamiento arranca, es difícil pararlo. Y resulta que lo compartido con ligues y amigos, o las tareas de la escuela, son temas tan superficiales como el clima, cuando hablamos con uno mismo. Son, no’más ganchos para retener tu atención durante un momento antes de dejártela caer con las materias de peso, porque al cerebro le encanta resolver acertijos. Y yo tenía un par de ellos atascados durante un buen rato.

Cuando las respuestas comenzaron a llegar, a través de especulaciones y análisis, me sentí abrumada. Deseé una cheve como nunca, deseé estar mucho menos presente y rápidamente me surgió el reflejo de tomar mi celular para hacer cualquier otra cosa, aparte de pensar. Y entonces entendí qué era lo que estaba pasando conmigo: no había hablado conmigo misma desde que terminaron las vacaciones. No había escuchado mis necesidades, ni mis emociones, ni nada más profundo que la gratificación inmediata y el placer. Me había desconectado a través del inmenso catálogo de distractores que tiene el mundo para ofrecerme.

Los tomé todos: maratones de Netflix, para pensar en todas las historias, menos la mía; un millón de tuits, para darle forma a esa imagen que necesitaba reflejar en mis redes sociales; alcohol, para desconectarme un rato de la realidad; comida rápida, para no dedicarle ni un momento a aquello que no me generara placer instantáneo; ligues casuales, porque Dios me libre de comprometerme a interacciones complicadas; tareas; trabajos; siestas; todo, todo lo que me desconectara, todo lo que me escondiera de pensar, de escarbar, de preguntarme si estaba huyendo o no de las circunstancias.

Me sorprendió ver cuánto puedes vivir tan plácidamente durante tanto tiempo sin pensar nada y cuántos distractores de la realidad existen. Todo alrededor de ti se puede acomodar para que, de ser necesario, no tengas que cuestionarte jamás si el estilo de vida que tienes es el que necesitas, si te llena o si te falta algo. Se puede operar perfectamente desde el placer vacío del entretenimiento ilimitado y asumir que no sentirse mal es igual a sentirse bien. Se puede saber exactamente cuál es tu comida favorita, tu mejor recuerdo de la juventud, tu mejor virtud y, aún así, conocer nada sobre nosotros mismos, porque el tiempo de calidad con uno mismo casi siempre incluye citas con el streaming o la navegación web y no con las preguntas incómodas de la vida.

No me lo tomen a mal. Como seres humanos, necesitamos entretenimiento, sexo y unos tragos de licor cada tanto, porque el cerebro no descansa y platicar con él todo el día es abrumador. Pero pasar meses sin platicar contigo mismo es preocupante y potencialmente peligroso. Algunos escriben, algunos meditan, algunos salen a fumarse un cigarro, silencian Whatsapp o ponen música de fondo. El método es lo de menos, supongo. Al final, el resultado debe de ser el mismo: evitar el entumecimiento, el cinismo, la pérdida de interés por la vida. Hablar solo siempre se ha visto como una señal inequívoca de locura. A estas alturas, yo más bien creo que no hacerlo te conduce inevitablemente a ella.

 

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