diciembre 15, 2024
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abril 15, 2020 | 134 vistas

Mariana Castañón.-

Seguimos de home office y como la chamba está tranquila, en mi trabajo siguen las capacitaciones virtuales. Algún curioso consciente encontró necesario educarnos en materia de cultura de género y lo puso en el buzón de sugerencias. Así fue como, las últimas horas, fui partícipe de una presentación introductoria a la teoría de género que se expuso ante 98 personas.

Naturalmente, con temas tan delicados dirigidos a un público mixto, el micrófono no tardó en abrirse y lo que inició como una clase, pronto se convirtió en una mesa de diálogo. Horas faltaron para convenir. Simple y sencillamente, éramos demasiados para ponernos de acuerdo. No obstante, algo en mí asegura sin encogimiento, que de haber continuado, la dinámica hubiera dado frutos.

Yo planeaba escribir sobre sexualidad femenina y mientras ordenaba mis notas, no me aguanté a continuar el diálogo abierto con un amigo por Whatsapp. Un hombre y una mujer, un místico y una racional: un canal. Los polos opuestos del globo invitaron a la resistencia al principio. Estuvimos tentados a caer en la derrota precipitada de concluir irreflexivamente en el “cada quien tiene su propio punto de vista”. Pero, apenas hube escuchado estas palabras, consciente de que estaba sosteniendo una conversación con un chico completamente capaz de mantener una discusión efectiva, intenté probando una técnica diferente.

Al primer conflicto de ideales, puse el dedo en el renglón. Pero al hacerlo, antes de debatir o exponer mi propia postura, reiteré que no estaba intentando invalidar la suya. Más bien, quería mostrarle dónde convergíamos y dónde no compartía su opinión. Yo no la compartía por mis propias ideas, pero esto no se lo dije. Sólo cuestioné los huecos en la narrativa con la espada sin desenvainar. Si él tenía una respuesta a esas fallas, lo invitaba a compartírmelas. De no tenerlas, entonces dialogaríamos para encontrar respuesta a esa laguna.

Nunca antes había experimentado una discusión tan efectiva y tan civilizada. Un verdadero diálogo que se extendió por horas. Mi cerebro creció dos centímetros acabada la conversación y sé que el de él también. Y no sólo mis horizontes se expandieron en cuanto a la materia tratada, también mi forma de ver la comunicación humana normada que estamos manejando hoy en día. Descubrí algo: los diálogos modernos son sólo charlas sofisticadas para competir por una razón. Sí, hay crecimiento y apertura de perspectivas, pero por lo general, se persigue la razón sobre el conocimiento.

Esta parte que distingue la milimétrica diferenciación entre conocimiento y verdad fue la primera falla que le vi a nuestras interacciones modernas. La verdad es meta apuntada, casi hasta “chida pero inalcanzable” como lo dijeron los charolastras en aquella película de Cuarón. Buscar la verdad significa partir, primeramente, de que no la tenemos. Y de que si tenemos parcialmente alguna visión de ella, es una verdad que puede verse gruesamente enriquecida por las perspectivas ajenas a la nuestra, sin importar el lenguaje de conocimiento por el que fueron adquiridas.

Hay lecciones en todos lados y en todas las personas. Esto no significa que nuestra verdad personal vaya a verse sacudida hasta los cimientos con cada nueva persona que busque establecer un diálogo con nosotros. No. Significa que nuestra verdad puede verse nutrida por otros puntos de vista y otros métodos de adquisición de conocimientos que no estaban limitados a nuestro lenguaje de captación. Y la excelencia de nuestra versatilidad humana reside precisamente en que somos capaces de traducir todo lo que llegue a lo que necesitamos y de hacer conversiones cognitivas hacia los espacios de donde ya partimos.

Llegar a la verdad o apuntar hacia el conocimiento es difícil. Va más allá de las horas dedicadas al estudio y a la investigación. Más importantemente que todo aquello, es preciso que dejemos el ego atrás. No sólo el ego en competencia, la carrera hacia la exactitud, sino también el que nos hace creer que la verdad ya reside en nosotros. Pero hay una trampa: hacer esto es difícil. Todo en nuestra sociedad está nichado, todo nos invita a no salirnos nunca de nuestra individualidad y personalización. Hay música, películas, grupos y medios de comunicación que sólo reafirman las cosas que ya creemos. Y eso, aunque es sumamente cómodo y enriquecedor a la hora de construir nuestras listas de reproducción en Spotify y recibir recomendaciones de Netflix, nos está separando tanto del aprendizaje, como de unos con otros.

Y queda de reflexión que a veces, dentro de nuestra comodidad, nuestra huida al conflicto y nuestra conciencia de evitar intentar imponer nuestro punto al otro, nos hemos alejado del diálogo. Y al alejarnos del diálogo, también nos hemos alejado del conocimiento, de la empatía y de la apertura de perspectivas. Hoy más que nunca, en esta realidad que está cambiando, en donde todos hablan, todos oyen y nadie escucha, es momento de analizar nuestros comportamientos que necesitan ser dejados atrás una vez que construyamos un nuevo estado humano. Estamos en medio de un cambio y de una crisis en las estructuras. El ritmo está cambiando, el sistema está cambiando, las prioridades también lo están haciendo y necesitamos que esta misma crisis llegue hasta los cimientos de todo aquello que pensamos sin cuestionar y de nuestras maneras de relacionarnos y de adquirir conocimiento. Tomemos esta crisis como un replanteamiento del significado de la vida y empecemos con nosotros, nuestras relaciones con la verdad y con las formas de llegar a ella.

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