Mariana Castañón.-
Hoy me quitaré la armadura de optimismo y las botas de revolucionaria, porque mi pecho inflado fue absorbido por unos hombros caídos. Miré el futuro a los ojos, tras analizar el presente, y cuando terminé la vista se me fue al suelo. Después de caminar un rato con esta visión en mente, con tristeza concluí que la esperanza ciega había caducado: estoy muerta de miedo.
Tengo miedo, tengo terror de que las cosas no vayan a cambiar. Tengo tanto miedo de que olvidemos. Que la indignación sea comprada por la ansiada normalidad, que estemos tan hartos de esta asquerosa realidad que nos mostremos dispuestos a dejar todo atrás, con tal de recuperar ese pequeño y viejo espejismo de paz.
Tengo miedo de que la crisis solo afecte lo superfluo. Que este caos solo nos deje como único souvenir la nueva convención de poner atrás los saludos de beso y los apretones de mano. Tengo miedo que después de todo esto, los únicos que recuerden sean los mares, cubiertos por una generación de miles de cubrebocas plásticos que se quedarán con nosotros por más de 300 años.
Tengo miedo de que salgamos tan cansados que terminemos vencidos, derrotados, completamente resignados. Me paraliza la idea de pensar que nuestro ímpetu esté tan abusado que ya no dé para más pelea. Que ni la muerte, ni la violencia, la pobreza, la burla, ni la ignorancia nos sacuda. Temo que la ineptitud sea la norma, que la aceptemos a cambio de un viernes por la noche con nuestra preciada cerveza comercial de nuevo.
Me alarma infinitamente pensar que nuestro alcoholismo, nuestra adicción por la falsa estabilidad y nuestro complejo de inferioridad nos lleven a regresar, sin “hacer panchos” a nuestras aburridos trabajos, nuestro sistema de mierda y nuestras relaciones sin amor. Que estemos dispuestos a vender nuestra última oportunidad de real bienestar por una rutina de 12 horas.
Mi respiración se agita, siento la sangre liviana, mi ceño se frunce hacia arriba, de tan solo pensar en la posibilidad de que todo esto, al final, no valga para nada. Que los reos cavando fosas comunes no te escandalicen, que tu abuela, tu padre y tu madre muriendo solo te someta. Vivo con miedo porque noto cómo los muertos son solo cifras, y porque veo como cada día coqueteamos más con la realidad de terminar por perder el último rastro de humanidad que nos queda.
Tengo miedo de que el enojo, el rechazo y el coraje que sentimos, cuando somos maltratados e ignorados, sea por fin reemplazado por la indiferencia. Que ni siquiera una pandemia mortífera, el mundo en pausa o un prolongadísimo encierro sea nuestro punto de inflexión. ¿Te imaginas lo que significaría que ni el colapso total de nuestro sistema sea suficiente para sacudirnos?
Sabes, he pensado seriamente en la posibilidad de que estemos tan cansados de esta horrible realidad que es el encierro y la incertidumbre económica, que volvamos de rodillas a pedir favores al mismo diablo de siempre. Como si sus intereses no estuvieran al 20 por ciento, como si no te hiciera pagar con oro, sudor y tiempo por el resto de tu vida aquella engañosa tendida de mano en tiempos de necesidad.
¿Estás dimensionando, cariño? ¿Te das cuenta de lo peligroso que es tomar la mano del diablo, permitirle que entre a nuestras casas, bese a nuestras madres y críe a nuestros hijos? ¿Te das cuenta de lo que significa aceptar de nuevo un gabinete de corruptos e ineptos gobernantes? ¿Lo que significa seguir creyéndonos omnipotentemente occidentales? Dime, por favor, que estos meses parado te hicieron darte cuenta del absurdo que significa jugar a las vencidas con la Tierra.
Si seguimos así, ¡nos van a comer vivos! ¡Se van a llevar todo, nos van a dejar sin nada! Por eso, por eso mismo, precisamente, tengo pavor de que ante un Dios ausente y ocupado, lo único que nos quede sea voltear para abajo en búsqueda de ayuda. Y lo peligroso de eso es que, por más que el placer lo parezca, el diablo nunca entrega felicidad, solo gratificación dentro de una carga opresiva.
Tengo miedo, al final, porque sé que esto a todos nos afectó, pero no todos lo sufrimos. Vivimos en un mundo tan desigual e injusto que a algunos, en ocasiones, hasta les cayó de perlas. Por eso decidí ponerme las gafas de nuevo. Aunque soy miope, ver borroso nunca ha sido lo mío. Y las ilusiones te hacen caminar, pero con la dirección y la fuerza del puño en un sentido incorrecto. Si no estuviera muerta de miedo sería una ingenua, porque aquí está la cosa: esta emoción nos dice que nos faltan herramientas para enfrentar algo.
Y, ¡ay, mi querido México, mi adorado mundo!
¡Nos falta tanto aún!