Antonio González Sánchez
Deseo iniciar recordando que así como la fiesta de la Pascua era una fiesta judía en la que celebraba la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, y esto se hacía en una cena donde se comía un cordero, como lo indica el libro del Éxodo en el capítulo 12.
Esa fiesta se “cristianiza” cuando Jesucristo, Dios hecho hombre se inmola en la Cruz a Dios como Cordero de Dios, y por esa muerte y Resurrección liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado.
Así también la fiesta litúrgica que celebra la Iglesia católica este domingo, que se llama Pentecostés, era una fiesta judía.
El fondo histórico de la celebración se basa en la fiesta semanal judía llamada fiesta de las semanas, durante la cual se celebra el quincuagésimo día de la aparición de Dios en el monte Sinaí. Por lo tanto, el día de Pentecostés también se celebra la entrega de la ley (mandamientos) al pueblo de Israel. Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías, y para celebrarla gran cantidad de ellos subía a Jerusalén para dar gracias a Dios y adorarle en el templo. A los 50 días de la Pascua, los judíos celebraban la “fiesta de las siete semanas” o “fiesta de las semanas”, que en sus orígenes tenía carácter agrícola, se trataba de la festividad de la recolección, día de regocijo y de acción de gracias, con que se ofrecían las primicias de la producción de la tierra. Estaba estipulado que la celebración debía festejarse siete semanas después de que empezara la primera labor de la siega.
Venía indicado de la siguiente manera en el libro del Levítico, 23, 15 – 16, “A partir del día siguiente al sábado, esto es, el día en que hayan ofrecido las espigas con el rito del balanceo, contarán siete semanas completas. Contarán cincuenta días hasta el día siguiente al séptimo sábado, y entonces ofrecerán al Señor una ofrenda de granos nuevos”.
Entonces se puede decir que al igual de la Pascua la fiesta de Pentecostés también se “cristianizó”. Y como base se tiene el texto que se proclama en la misa de este domingo, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles: “El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse”.
Dice el Catecismo de la Iglesia católica: “El Espíritu Santo con su gracia es el “primero” que nos despierta a la fe y nos inicia en la vida nueva que es: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, a tu enviado Jesucristo (Jn 17, 3).
Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y el Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Credo). (Números 684, 685)
Deseo expresar como reflexión, el Espíritu Santo es fruto de la Resurrección de Jesucristo, y el creyente lo debe acoger como persona Divina. Cierto, al Espíritu Santo se le recibe en los sacramentos, pero la persona debe manifestar que se deja guiar por Él cuando vive el amor a los demás.