Mariana Castañón.-
El pensamiento de reinsertarme en sociedad me ha robado algunas noches y, hoy por hoy, un par de hojas. Acostumbrada, de por sí, a huir de las multitudes y los eventos por compromiso, el haber permanecido durante tres meses prácticamente encerrada en mi habitación me ha puesto en una profunda perspectiva y análisis de nuestras configuraciones de convivencia. Si antes me parecía pesado, pero inevitable, participar en convivencias forzadas o incómodas, hoy, que he vivido sin ellas tanto tiempo, se me presentan impensables. He decidido, firmemente, ponerme a salvo de las reuniones por obligación, en donde se propician dinámicas en las que no me siento cómoda participando. Y caray, si me he propuesto a cumplir esta promesa fue porque la cuarentena pone en perspectiva qué tipo de personas y formatos de comunicación quieres realmente cerca.
Claro está que existen situaciones de los que uno difícilmente puede escapar. Ser adulto, a veces, consiste en dominar el arte de aprender a aguantar incomodidades por un fin mayor. Pero no es lo mismo pagar respeto y cariño asistiendo al bautizo de tu prima, que soportar los comentarios de tus tíos sobre tu peso, las intrusivas preguntas de tu tía en la cena o la mordaz burla de tu amigo, solo porque mantienen una relación cariñosa. Si es verdad que en algo somos expertos (¡y no deberíamos!), es en la tolerancia a lo intolerable: la socialización violenta.
No hablemos ya de la violencia física, intrafamiliar, racial o de género. Para aquello necesitaríamos la extensión de una tesis doctoral y no una hoja de un periódico. Nos concentramos, más bien, en el tipo de microviolencia con la que hemos crecido y socializado tanto tiempo, que hoy por hoy se percibe imperceptible durante nuestros diálogos y reuniones. Y a riesgo, bien asumido, de que se me acuse de hipersensible, hago un llamado de atención a nuestras prácticas comunicativas nefastas y normadas. ¡Ya basta!
Hace un par de días, un familiar vecino cumplió años e invitó a mi familia a su casa. (Quizá admitir que participé en una reunión familiar en medio del covid-19 sea un suicidio social, pero he de arriesgarme, porque la intención comunicativa es mayor que mi culpa). Éramos pocos, “forzados” a convivir entre nosotros, porque la pandemia y la geolocalización no daba para más. Teníamos poco en común y yo no estaba, precisamente, sobria. Así que, para evitar llamar demasiado la atención, tomé una faceta y me dediqué a observar la dinámica que se suscitaba.
¿Qué pasa cuando juntas a un grupo de personas que no tienen nada en común? Se genera, de buenas a primeras y naturalmente, algo de incomodidad. La socialización de repente se convierte en un evento similar al de sintonizar la radio: cambiar de canal hasta que se dé con uno que pegue. Y en el inter, de acuerdo a la educación, las inseguridades y las costumbres de cada quien, se nos escapan las manifestaciones de incomodidad por los espacios vacíos. Nadie se salva de esto. Su servidora, aquí, tiende a llenarlos con risas comprometidas, tragos a la bebida y botana. Mis pantalones, he de admitir, resienten esta postura.
Si estuviésemos en vista aérea del evento, veríamos final de la mesa, las mujeres platicando. El punto en común que encuentran es la crítica hacia determinadas personas o situaciones. De repente, una que otra burla. Entre ellas y hacia los otros. El chisme es un pegamento efectivo. Hablar de los que no están presentes es sencillo y la mayoría acepta este tipo de socializaciones. ¿Qué han de tener de malo, no? Cuando se ha terminado de hablar de los otros, lo harán de uno mismo. Se da inicio a la competencia de virtudes y logros: la presunción de los hijos, la pareja, los proyectos. La lucha no admitida por quién lleva el estilo de vida más deseable.
Esta dinámica puede durar toda la noche, o solo lo suficiente para generar lazos o hasta que las copas o las botellas logren bajar los muros antes que ellas. Los hombres, por otro lado, hablarán banalidades. Contarán chistes sobre sus esposas, jugarán bruscamente con el otro. Definitivamente, habrá uno que intentará posicionarse como alfa. ¿Cuándo no? Este, socializará casi exclusivamente a través del “humor”, que más bien es, y solo podría ser, burla. Dominación intelectual, podría ser otra estrategia. La interrupción, la crítica y la imposición ideológica disfrazada de un inofensivo debate, que terminará en la prudencia de alguno de los participantes o en el enojo de ambas partes.
Sé que te suena familiar. Todos hemos participado en una dinámica de este tipo. Yo no sé si jamás nos enseñaron a socializar o fue que cuando lo hicieron nos educaron a hacerlo de esta manera. Pero no es posible que construyamos conversaciones (¡y hasta amistades!) basadas en estas nefastas dinámicas. ¿Podemos voltear por un momento a las infancias y analizar sus procesos de camaradería? Creo que encontraríamos muchos casos ejemplares ahí. Personalmente, he de encontrar más interesante conocer tu juego favorito que tu venenosa opinión sobre el peso que subió aquella compañera en común.
Estas dinámicas están tan permeadas que el veneno que sale de nuestras bocas se escurre como si fuera miel, pero querido lector, aunque este se expulse, corroe la lengua. Es hora de ponerle un freno a la fuga del arsénico. Tápalo o tíralo. Corta la cadena o sal del círculo. Porque esto no se puede quedar solo como una crítica a nuestras primitivas formas de socializar. Tómalo más bien como una invitación, a explorar nuevos temas y formas de conversación que no se alimenten de nuestras inseguridades o de las inseguridades ajenas para florecer. Si seguimos así, los frutos nunca serán dulces.