abril 20, 2024
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julio 1, 2020 | 139 vistas

Mariana Castañón.-

Las historias llegan muy lejos. Derrotan países enteros, educan generaciones completas, construyen héroes, villanos y productos, mientras moldean día con día nuestra memoria histórica. Atraviesan, no sin un montón de obstáculos -o patrocinios- lenguajes, edades, canales, eras y largas distancias. La historia está construida en cifras y contada en relatos (que a veces, rayan en lo ficticio), y nuestra sociedad está embriagada de ellas. Cortas o largas, se reproducen a través de todos los medios que tenemos y pertenecen a esta lista de cosas que todos los humanos compartimos de manera innata.

Por esta hechizante cualidad que poseen, aunada a la infinita capacidad de reproducción y viralización que puede alcanzar un video que conecte con las personas, hoy la historia de una mujer inspira la columna de hoy. Silvia, el personaje principal, es una vendedora de flores mexicana que llegó a mi pantalla a través de la cuenta personal de una joven llamada Valeria, quien utilizando el alcance relativo de su plataforma, publicó un video en donde la primera mujer relata cómo ha sido violentada por las autoridades mientras se dedica a hacer su trabajo, que no puede poner en pausa, muy a pesar de la pandemia. La mujer rompe en llanto mientras cuenta su historia y pide al cielo y al presidente López Obrador que se haga algo, pronto, para acabar con esta pandemia. Silvia sufre porque tiene hijos que cuidar, rentas vencidas por pagar y trabajo por cumplir, sin apoyo económico alguno y, encima de todo, sufriendo abusos de las autoridades.

Una de mis mejores amigas compartió este video y desde que lo vi en miniatura, sabía que no iba a tener una experiencia grata visualizándolo. De no estar participando en un proyecto para la documentación de la pandemia lo habría pasado de largo. No porque no me interese, sino porque estar en contacto con las noticias e historias dolosas me sumerge en profundos estados de angustia y tristeza. Hoy, consciente de que este testimonio potencialmente afectaría negativamente el resto de mi día, decidí reproducirlo. La respuesta no fue novedosa. Culpa, tristeza, coraje inundaron mi cuerpo y todas las emociones se me juntaron en el centro de mi cuello y de mi pecho. Por un momento me arrepentí de haberlo visto, y el pensamiento de que la ignorancia es una bendición atravesó mi mente.

Me sentí impotente. Pequeña. Tenía una quincena de dos mil 600 pesos y un montón de cuentas por pagar. No se me ocurría otro tipo de apoyo más que el económico, que sería fugaz y minúsculo. Incluso así, sabía que al viralizarse la historia, otra gente tendría maneras de apoyar a esta mujer y su realidad inmediata podría cambiar para bien. Mientras, había miles, millones más de personas en su situación. “¿Qué se hace, wey?” Le pregunté a mi amiga, aturdida y en busca de guía. “¿Qué puedo hacer yo por esta situación? ¿Tenemos, realmente, algún tipo de poder?”, continué consultando a mi contemporánea compañera, como si en los Whatsapps de chicas de 21 años estuvieran las respuestas del mundo.

Daba vueltas al asunto con pocas respuestas satisfactorias. Donar dinero a una familia, mientras miles más están igual o peor, a costa de dejar de pagar mis propias cuentas y cargárselas con mayor fuerza a mis padres, que llevan meses en números rojos a causa del negocio cerrado, no suena efectivo en absoluto. Y mientras mis propias deudas me limitan de apoyar económicamente, me siento en mi cama, culpígena por tener un techo, una computadora y suscripciones a plataformas de streamings. Total, parecía resultar que en efecto, ver ese video había sido un error.

¡No es posible! ¡Basta! ¡Me niego a caer a en la trampa de sentir culpa por tener una vida digna! En cambio, y más productivamente, me indigno de que el resto de las personas no estén en condiciones de vivir en realidades en donde el trabajo, la salud mental y física y el bienestar sean regentes. Me niego a vivir en una realidad que solo pueda ser disfrutada ignorando las realidades alternativas. Me niego a pasar de largo la oportunidad de experimentar tanta rabia e incomodidad con el mundo, que me sienta impulsada directamente para tomar acción sobre todo esto, desde mis capacidades y plataformas.

Un solo video, por el día de hoy, escribió una columna. Un testimonio, en otro lado, movilizó un proyecto entero. Una sola experiencia funda organizaciones. Si nacimos azarosamente privilegiados, hemos de tomar el control de esta condición, viviendo nuestra realidad sin encerrarla dentro de burbujas. ¡Necesitamos sentirnos incómodos, necesitamos sentirnos fúricos, indignados, impotentes! ¡La situación no da para menos! Alejarnos del mundo en función de no perturbar nuestra paz, solo hace que en otro lado el caos se dé al alza. ¿Podemos cargar el país en nuestros hombros? No. ¿Tenemos la obligación de hacerlo? ¡Tampoco! Pero menos gente indignada por la ineptitud política permite que el trabajo de gente que se dedica a resolver esto, se merme en tonterías y egoísmos.

Hoy, querido lector, te invito a lo siguiente: échate un clavado en las noticias. Da click a ese testimonio en Facebook. Escucha una sola historia sobre el coronavirus, pasa por afuera de un hospital público, visita las estadísticas y convierte las cifras a personas. Indígnate. Llora. Y cuando lo hagas, busca un espacio productivo en donde poner esa emoción. No te dejes seducir por las ganas de quedarte cómodo en tu realidad. La comodidad nos invita a quedarnos donde estamos, nos corta visiones. Abre clubes recreativos a costa de la salud de sus empleados, propone iniciativas gubernamentales limitadas para los emprendedores y esparce el virus de la falta de empatía por la Tierra, tomado de la mano de su hijo, el covid.

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