Mariana Castañón.-
La entrada al mundo adulto, a menudo nos cuesta (a nosotros los mortales) las vacaciones que solíamos gozar de niños. Nuestros tiempos libres son utilizados como escape para relajarnos del día a día, o para poner en orden y marcha todos aquellos proyectos fuera del trabajo que nos gritan les prestemos atención. Tiempo, siempre falta tiempo, pero también dinero, gestión y despeje mental. Pareciera que tomar vacaciones necesita una increíble fuerza planeadora que reúna todas aquellas necesidades para que nosotros podamos, por fin, desconectarnos de las exigencias del presente.
Admiro la capacidad de aquellas personas que planean viajes a largo plazo, que calendarizan perfectamente sus rutinas para que estos comodines vitales se ajusten a los proyectos que deciden emprender: visitas a pueblos mágicos, cursos de cocina, o tiempo con los niños. Algún día, confieso, me gustaría pertenecer a ese grupo que aprendió a aprovechar al máximo esas dos semanas pagadas que por ley nos ofrecen nuestros trabajos sería lindo. Pero, mientras eso sucede (y mientras gano el derecho a vacaciones, porque no he cumplido ni siquiera el año en mi trabajo) he decidido que no puedo vivir en renuncia de este descanso mental que con tanta fuerza necesito. Es por esto que he de ponerme creativa.
Para alguien que estudia y trabaja, los tiempos libres son pocos, por lo que han de ser bien aprovechados. Lo malo es que, casi siempre llegamos a estos momentos con el cerebro algo frito. El cuerpo llega a casa pidiendo una cerveza helada o deseando que la cena ya estuviese lista y se tumba en el sillón, revisando las últimas actualizaciones de la red social preferente. Viví esta rutina por un semestre antes de entrar a cuarentena y puedo decir que llegué a rastras a la Semana Santa. El primer día sin escuela y trabajo sentí como si hubiesen metido un hierro caliente en una cubeta de agua helada. Alucinación o no, veía humo saliendo de mi cabeza mientras ponía una de las series de comedia que siempre utilizo para distraerme. Sabía que necesitaba, desesperadamente, un descanso de mi rutina o perdería pronto la cabeza.
La cuarentena, al principio, llegó a ser bastante conveniente para esta chiquilla estresada. (Por lo menos lo fue antes de que se extendiera cinco meses y comenzara a necesitar medicación para enfocarme correctamente en mis tareas). Así, con la mente más despejada, me permití descansar de aquellas tres tareas en las que circulaba mi existencia: el trabajo, la universidad y mi vida social. Tomé muchos cursos, me adentré más que nunca en mi psicoterapia, comencé a ejercitar el hemisferio izquierdo de mi cerebro y me acerqué a mi hermana. Mi mente dejó de necesitar esos baldes de agua fría para detener el fuego. Disociarme de la realidad a través del entretenimiento que exige poco y un par de drogas suaves se hizo cada vez menos preciso.
Ahora, con una temperatura mental más neutra, había aprendido a descansar por gusto y no por necesidad. Aunque este aprendizaje significó entender que concederme estos gustos eran, en realidad, una necesidad. Por eso, ahora, trato de vacacionar un poco todos los días. De esta manera, no me veo en el apuro de llegar en rodillas al sábado. Ese es una de las enseñanzas más importantes que me ha dejado esta privación de la libertad que inició con aquellas dos semanas de vacaciones reales. Así, la realidad no pesa tanto cuando llega la hora de dormir.
No todas las vacaciones en miniatura funcionan para mí. Por eso sé que no todas funcionarán para la mayoría. Lo que sí ayuda, sin embargo, es regalarle unos minutos entre tareas al cuerpo. Terminar el horario laboral y escuchar qué exige este saquito de huesos. A veces, te pedirá comida, un antojo en específico. Chocolate, un té calmante o un café vigorizante. También, puede que exija descanso mental. Uno puede proporcionárselo echándose una pequeña siesta, meditando un rato, o apagando el celular por algunas horas. Los antojos sensibles también llaman a menudo, pidiendo música con auriculares, oler el aire limpio, lavarse bien las manos. Lo que sea que te pida tu cuerpo, escúchalo y de ser prudente, concédeselo.
Una pequeña vacación implica estar pendiente de nuestras necesidades diarias antes de que el cerebro se enoje y tome cartas en el asunto por sí mismo. Es decir, castigándonos con fuertes migrañas o estallidos de colitis nerviosa que nos aprietan los pantalones por un par de días. Y ya somos adultos. En teoría, deberíamos saber actuar correctamente sin regaños. Estos malestares mentales y corporales es la forma que utiliza el cuerpo para pedirnos que bajemos el ritmo. Así, el ritmo se baja y regula día con día, no dos veces al año. No podemos permitir que el descanso siga siendo un lujo, un producto capital, una pieza limitada para los suertudos, los corruptos o los vivaces.
Quizá, si descansáramos un poco cada día, no necesitaríamos grandes gastos para disfrutar de nuestras holganzas. Un café con pan en la tarde, 15 minutos respirando, un cigarro viendo al cielo, sería suficiente. ¿Por qué no? Comer tu dulce favorito en una banca pública, llamar a un amigo por teléfono en la noche, aplicarnos crema hidratante suavemente. ¡Tantas maneras de descansar del futuro y olvidar el pasado! Un ritual matutino, pisar el pasto mojado, masajear nuestras manos. Agradecer antes de dormir, cualquier gesto que nos ancle al goce de nuestros sentidos, capaces de apreciar la vida que corre frente a nuestros ojos.
Al final, el tiempo es un recurso que se gasta como a uno se le dé la gana. Invertirlo en descanso si depende de las exigencias de nuestra rutina y nuestro acomodo socioeconómico. Pero tal vez, sólo tal vez, pequeñas vacaciones nos ahorran la necesidad de derrochar en servicios que nos prometen un respiro efectivo de nuestras prácticas. No sé. Lo que puedo decir es que desde que descanso más de esta manera, fantaseo menos con los futuros días sin trabajo.