Mariana Castañón.-
A raíz de la ola de feminicidios que se han reportado en los últimos días, una buena amiga me pidió, casi de favor, que dedicara una columna al tema. La cosa es que a pesar de detenerme a leer y compartir las fotografías de mujeres desaparecidas, no me he atrevido a mirar los periódicos, ni a seguir las historias. Por ello, hoy no puedo escribir de lo que no conozco. Aunque me gustaría hacerlo, no puedo dedicar estas letras a Jessica, o a Carmen, porque mi inestabilidad no me permite seguirle la pista a toda la violencia que en nuestro país explota. Apenas re-comienzan las fotografías de mujeres desaparecidas a circular por mis redes y (cobardemente, admito) huyo a desconectarme completamente del mundo exterior. Las tragedias diarias me han robado la conexión al globo, la vanguardia, las noticias.
A veces tengo paranoia y mi trabajo me abruma. He superado, con creces, la depresión que una vida sin libertad, una relación inestable y una carrera equivocada, me han causado. Trato de vivir evitando recaídas, cuidando de mi cuerpo y de mi mente, cambiando los hábitos que me lastiman. Mi estabilidad me ha costado cara. Y un solo día de inmersión en la realidad femenina, aquí en mi país, es capaz de destruirla. La paranoia repunta, el dolor se asienta en el pecho, la impotencia reina. No hay nada que a mi corta edad y tamaño pueda hacer para evitar las muertes y violencias de estas miles de mujeres a las que México les falla. Así, lo único que me queda, lo único que me salva de hundirme de nuevo en aquella desesperanza por la vida, es crear un infantil muro entre la tragedia y yo. Una cosa he de decir: las muertes femeninas no solo les quitan la vida a ellas, tienen, además, una particular forma de robarnos las nuestras a quienes lloramos por ellas.
El miedo a la oscuridad, que perdimos después de abrazos y cariños maternos en la infancia, ha regresado. El deambular nocturnamente es un privilegio masculino: los toques de queda han vuelto. Hace meses marchábamos al canto de “no quiero ser valiente, quiero ser libre”. Hoy, confieso, no me siento ni libre ni valiente. La bestia ha ganado y a nadie le importa enjaularla. Entre mujeres, nos acompañamos, nos monitoreamos, tratamos de cuidarnos y, aun así, el cuerpo de Jessica está hoy sin vida. Los trabajos nocturnos son inconsiderables. Nuevas y extremas reglas dan forma a nuestras vidas. No salimos solas, sin celular, no podemos desconectarnos completamente del aparato, porque hemos siempre de avisar que seguimos vivas y sanas. No hablamos ya con extraños ni por error o guía, evitamos el transporte público después de ciertas horas y (por más que lo necesitemos) pedir carros y aventones caída la noche es simplemente osado.
Nuestras madres no duermen. Ser foránea me ha enseñado que por más ocupada que esté, no he de pasar ni un solo día sin saludar a mi mamá, para no dejarla con el pendiente de que algo me ha pasado. La libertad femenina es utópica. Siempre hemos de reportarnos con alguien. Siempre hemos de avisar que estamos vivas, porque si no lo hacemos es probable que no lo estemos. Una noche de jerga es el terror de mis padres. El sol se oculta y el terror se incrementa hora tras hora. He llegado a las 12:30 a mi casa y mi mamá, después de un pesado día de trabajo, no es capaz de dormir hasta saber que llegué a salvo. La violencia nos roba el disfrute, el sueño, la capacidad de relajar los músculos. La violencia nos roba la vida, cachito a cachito. Ni estando a salvo, vivimos.
La violencia nos roba la capacidad de confiar. Ser mujer es vivir en un estado de perpetua vigilia, dormimos con un ojo abierto. Mis hombros resienten el miedo de escuchar inofensivos pasos detrás de mí al caminar. Una ya no es capaz de meter sus manos al fuego por ningún amigo, no será que haya lastimado secretamente a alguna chica. Esperar lo mejor de la gente es privilegio. Conocer gente nueva, natural e inocentemente, también lo es. Si no estamos en peligro, estamos locas. Histéricas, paranoicas, exageradas. Pero las cifras suben y “esas no son formas». Si usted no es mujer, no lo entiende. Si le parece teatral, dramático, hiperbólico, es afortunado. Si lee sobre feminicidios sin sentir nada, es infame. Si lo hace y siente rabia o preocupación, es empático. Si siente terror y tristeza, es usted mujer.
Este país feminicida nos quita hasta la rabia. Nos quiere de rodillas juntas, temerosas, encerradas. Y lo logra. ¿Cómo luchas contra la muerte violenta? ¿Cómo has de mantener el coraje hasta las últimas consecuencias, cuando dichas son tu cuerpo en pedacitos y tu agresor en España? Marchamos por justicia y protección, mientras nos gasean quienes nos deberían de estar protegiendo. Pedimos a gritos que no nos violenten y a través de esa misma rudeza nos callan. La única igualdad que han de imaginar para nosotros es aquella en donde nos pongamos al tú por tú, donde las reglas de caballerosidad se levanten y nos puedan callar a palizas como lo hacen con los hombres enemigos. Aquí la rabia es prohibida, el miedo se oculta, la felicidad se exige. En este país no paran hasta que nuestra expresión emocional sea igual de reducida que la muy escueta masculina.
La expresión honesta es utópica. Aquí siempre hay censura. En las reuniones nos callan, somos aburridas, hablemos de futbol y de sexo. En los diarios somos cifras, nada digno de análisis, nada nuevo bajo el sol. Solo somos cuerpos que venden, incluso cuando estamos muertas. Pintamos las paredes para que se impriman materialmente nuestros gritos y los borran. Los trapos sucios se lavan en casa, las mujeres muertas se esconden en la cajuela y se van al archivo. Sentir, gritar, caminar, confiar, vivir. Todo nos han quitado. Todo nos siguen robando. Si estamos vivas es de suerte y esta es la vida que nos toca. Hoy, encerrada en mi casa y en mis muros escribo. Solo adentro de ellos estoy en paz.