Mariana Castañón.-
El séptimo arte es uno de nuestros medios de entretenimiento favoritos. Año con año, la industria cinematográfica produce cantidades exorbitantes de dinero y nosotros siempre estamos listos para darle más. Tiene sentido. El cine nos permite conocer nuevas historias, estimula nuestros sentidos y nos lleva a lugares que nunca pensamos visitar antes. Siendo tan popular, una película es capaz de imponer tendencias como ningún otro arte. Conecta con nosotros de forma especial, porque nos encanta vernos reflejados en la pantalla. Pero esta gran influencia que tiene sobre nuestra sociedad es un arma de doble filo, no siempre utilizada de la mejor manera.
Estados Unidos produce más de la mitad de películas a nivel mundial. Hollywood llega a todas partes. Y nosotros, tan cercanos a esta nación, adoramos sus producciones. Scarlet Johansson aparece una y otra vez en nuestras pantallas, cosa que nos encanta. Pero, en medio de toda esta comercialización, se nos olvida que el cine, a final de cuentas, es un arte y que como cualquier otro, está limitado por las visiones particulares del artista, de su contexto, su lugar de origen, sus valores morales y estéticos, entre muchas otras cosas. De esta forma, la visión estadounidense del mundo es la que consumimos con mayor incidencia.
El cine hollywoodense, por lo general, tiene una forma muy clásica de hacer películas. Sigue una estructura que se estableció prácticamente desde la “Poética” de Aristóteles. Acompañamos al personaje principal, (con el cual nos sentimos identificados) durante toda la película, odiamos al antagonista y termina con un final feliz. Vemos el mismo formato para contar historias una y otra vez, el cual, siendo tan sencillo, está diseñado para conectar con las fibras más sensibles de nuestro cuerpo y trasladarnos a una especie de ensoñación durante toda la película. En medio de este cómodo “bienestar”, no estamos cuestionando el producto, solo disfrutando de la historia que nos cuenta.
El problema es que esta ensoñación no nos permite ser capaces de reconocer que aquello que estamos viendo en pantalla, puede estar muy alejado de nuestra realidad más cercana. Los actores y actrices representados siempre son exorbitantemente guapos, (según los cánones occidentales) y jóvenes. Tienen ojos de color, son caucásicos y delgados. (Si hay alguien gordo en escena, por lo general es el bufón de la película). Esta falta de representación nos afecta. Se mete en nuestros valores estéticos y nos puede llevar a sentir malestar con nuestros cuerpos que no entran en estos extranjeros y estrictos cánones.
Además de los valores estéticos, no podemos negar que existen cierto tipo de propagandas a partir de la multimillonaria industria cinematográfica. Pueden ser políticas, ideológicas, comerciales, religiosas, etcétera. Se han hecho películas del tipo militares como esfuerzos para un reclutamiento del ejército en tiempos de guerra. Los estados han utilizado el cine y otras formas de arte para afianzar su dominio, como pasó con la URSS en su tiempo. No debemos tomar por sentado el gran alcance que puede tener una idea proyectada en pantalla.
Esto no significa que tenemos que dejar de consumir cine, o películas hollywoodenses. Lo que sí, es que necesitamos ser más responsables con nuestro consumo. Acordarnos siempre de que esa visión en pantalla es sólo una, de entre las muchas que puede haber en el mundo. El cine hollywoodense busca llegar a las masas, generar grandes ganancias y aunque es sumamente divertido, no debemos olvidar que a menudo, el dinero está primero que la verdad.
Además de consumir de forma crítica lo hegemónico, es importante también expandir nuestros horizontes a la hora de ver cine. Distintas corrientes cinematográficas exploran diferentes maneras de contar historias, un ejemplo de ello fue “la nueva ola francesa”, que buscaba rebelarse en contra del cine para la industria, tratando temáticas más cercanas a la realidad y representando a la olvidada infancia en los años 50’s. Lo que no se nombra, no existe. Si en pantalla sólo vemos multimillonarios y chicas de piernas largas, aspiramos a esos sueños, pudiendo desdeñar nuestros contextos.
Además de explorar en otras corrientes, es también importante hacerlo con producciones femeninas. El cine, una industria dominada por hombres, a menudo retrata a los personajes femeninos de forma frívola e hipersexualizada. Estos personajes son faltos de profundidad y existen sólo en función del hombre. Este tipo de visiones promueve valores misóginos y se quedan en nuestras mentes, como información sumamente peligrosa, en especial para los niños y niñas pequeños, la población más vulnerable a ser influenciada.
Otro de los discursos sumamente peligrosos del cine es el del aspirado “amor romántico”. Las películas de amor difunden mitos sobre el deber ser de las relaciones que nos llevan a normalizar actitudes que son nocivas para nosotros. En pantalla, se nos enseña que el amor puede cambiar a hombres violentos y fríos, que debemos perdonar lo imperdonable si se hace un gesto romántico suficientemente grande, o que sólo existe un tipo de amor y es el heterosexual. La comunidad LGBT, tristemente, pocas veces está representada en el cine hegemónico.
Por último, la recomendación es consumir cine mexicano. Buscar apoyar nuevos cineastas, aquellos que se atreven a retratar a un México que no es sólo aquel blanco y adinerado, ese que no nos cuenta la misma historia del pobre enamorado del rico y de nuestras ciudades en colores cálidos y terrosos. No sólo se trata de ser conscientes con nuestro consumo, sino de apoyar nuestras industrias locales, a los artistas que están luchando contra los peces gordos. Amemos y disfrutemos el cine, pero hagámoslo responsablemente.