El nuevo filme del veterano cineasta ingles Ridley Scott aborda a la manera de la clásica película japonesa “Rashomon” con un hecho real el de una violación ocurrida en la Francia del Siglo XIV con un tratamiento atractivo más allá de algunas inverosimilitudes.
En la sinopsis oficial de la trama, esta es la historia del duelo entre Jean de Carrouges y Jacques Le Gris, dos amigos que se convirtieron en rivales. Cuando la mujer de Carrouges, es acosada por Le Gris, algo que él niega, ella no se queda callada y lo acusa. El consiguiente duelo a muerte determina el destino de los tres.
Adaptando un hecho verídico la violación de una joven perteneciente a la baja nobleza francesa del Siglo XIV, así como la posterior denuncia que ella lleva a cabo y el duelo a muerte que esto provoca. Temáticamente, la película aborda específicamente la pregunta acerca de la voz de la víctima, tal y como lo hacía otra película reciente: “Hermosa Venganza”.
Se trata de una narración densa y compleja, no tanto por lo que trata sino por las elecciones narrativas que toma para hacerlo. El guion se divide en tres partes que se corresponden con tres versiones del crimen, contadas por el esposo de Marguerite, el victimario y, finalmente, la propia Marguerite. En este sentido, la película es a su manera, un formidable remake espiritual “Rashomon”
El clásico del cineasta Akira Kurosawa trataba también sobre distintas versiones de una violación. Lo interesante de este tipo de relato y lo que hace que esta cinta sostenga sin dificultades su larga duración, aunque resulte obvio decirlo, es la posibilidad de revisitar un suceso desde distintas perspectivas. Se trata este, además, de un método provechoso a la hora de contrastar personajes con cosmovisiones distintas.
Entonces, aquello en lo que la película brilla es en la construcción de una estructura narrativa que apunta a normalizar, en un primer momento, la cosmovisión e ideología dominantes, es decir la de los varones, para luego desbaratarla o desmontarla al enfrentar al espectador a la palabra contra-hegemónica de la mujer. Lo que logra es un doble compromiso por parte del espectador: como testigo de un crimen desde la perspectiva de la víctima, pero también como testigo del sistema político y social que lo posibilita y reproduce.
Con todo esto, “El último duelo” no es una película perfecta. Con el objetivo de dejar en claro aquello que quiere declarar, el guion sacrifica verosimilitud en la construcción de Marguerite, confundiendo en el proceso al espectador acerca de su propósito: se trata de construir un enunciado puramente direccionado hacia el presente, valiéndose del escenario histórico como decorado o, al contrario, quiere plasmar un retrato verosímil de la sociedad de la época.
Parece que quisiera hacer las dos cosas al mismo tiempo, mostrando un retrato verosímil de dos varones de la época y luego construyendo una protagonista cuyo discurso recuerda al de una persona del Siglo XXI. En todo caso, se trata de una película movilizante y que introduce matices de los que muchas otras carecen. Y es que un director como Ridley Scott es una suerte de rareza dentro del panorama del cine actual.
Si bien no tiene la pericia del autor cinematográfico, ni desde luego su calidad, trabaja con un nivel de presupuesto enorme para su estatus más cercano al del artesano que filma cualquier material que le pongan adelante. Y no solo eso, sino que además filma constantemente en este reciente siglo, por ejemplo, con excepción de apenas seis años, tuvimos al menos una película de Scott cada año.
No deja de ser curioso el camino recorrido por el director británico, convertido a sus casi 84 años de edad en un laburante incesante de la industria, pero también un laburante invisible, no sé cuántos podrán reconocer que el director de “Gladiador”, “Gánster Americano”, “Prometeo” o “Éxodo” es la misma persona. Una impersonalidad llamativa, aunque algunos le llamarán eclecticismo que no se condice con lo que Scott representó en sus impecables primeros años.
El compromiso de Scott con la dimensión humana del relato se manifiesta en una renuncia frontal a la épica grandilocuente que tanto daño está haciendo al cine de entretenimiento del Hollywood. Reduciendo a la mínima expresión el empleo de parafernalia digital, filmando las batallas bélicas y los duelos fratricidas con la cámara a la altura de los personajes, poniendo el componente físico y dialogado de las escenas por encima de los aspavientos escénicos.
Tres son los personajes que nos sumergen en la historia basada en hechos reales de esta película, un relato dominado por los egos masculinos desatados. Matt Damon encarna con empeño a Jean de Carrouges, un caballero francés del siglo XIV que pasea por los campos de batalla su fidelidad al rey, su ignorancia supina y su apego a la idea del honor. El siempre afinado y arremolinado Adam Driver es Jacques Le Gris, un guerrero inusualmente culto que se mueve con astucia entre las altas esferas del poder y que practica el libertinaje con un hedonismo salvaje.
El tercer vértice del relato lo ocupa la formidable actriz inglesa Jodie Comer, la Villanelle de la popular serie televisiva “Killing Eve” como el personaje de Marguerite de Carrouges, quién asume con su fuerza, orgullo y estoicismo su condición de moneda de cambio en los juegos de tronos medievales de esa época, pero que luego deviene el nudo gordiano de un acto de violencia sexual que la cámara de Scott captura con una pulcritud y dureza estremecedoras.
Mi nueve de calificación a esta estupenda producción fílmica de época con una película sobre el honor, pero también sobre la política. Y más aún con una cinta sobre el absurdo de determinados códigos, donde la masculinidad se ponía a prueba en su sentido más ridículo. La puesta en escena de los duelos es ejemplar para descubrir la mirada del autor sobre el tema de fondo; al final los personajes masculinos terminan luchando por sus vidas como bestias y al espectador en animales que se deleitan en espera de un final sangriento.
Scott nos da una carta de presentación descomunal de un filme histórico y al borde del qualité del que nos rescata, cada tanto, alguna secuencia sangrienta y su energía narrativa, con ecos a su formidable opera prima “Los Duelistas” (1977) y en cierta manera al “Barry Lyndon” (1975) de Stanley Kubrick, a un filme a la vez modernísimo y anticipatorio que demuestra una ambición que se fue apagando progresivamente hasta acurrucarse en la comodidad del cine prefabricado.
Aquí el realizador podía ser lo suficientemente lírico y críptico para hacer referencia a un momento preciso de la humanidad, rozar la Historia y pensarla a partir de la presencia de personajes marginales con capacidad para sintetizar un mundo, o retratar el universo femenino en fricción con una masculinidad torpe sin caer en un discurso subrayado. Incluso podía cruzar referencias a otras artes, como el último plano que se refleja sin que la cita sea un capricho o un antojo y, por el contrario, defina a un personaje y a todo lo que sigue luego del final.
El director de “Blade Runner” cierra el ciclo feminista que abrió con “Thelma & Louise” de la mano de un drama histórico protagonizado con un formidable elenco conformado por los actores/estrellas Matt Damon, Jodie Comer, Adam Driver y Ben Affleck. Habrá quién pueda sospechar de una película que enarbola la bandera del feminismo pero que está dirigida, escrita y protagonizada por una mayoría de hombres o tal vez es solo otro “ejemplo” evidente que forma parte del discurso.