diciembre 13, 2024
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noviembre 9, 2021 | 93 vistas

La producción fílmica de “Duna” tiene las construcciones visuales de un competente director como Denis Villeneuve, y la espera para ver una nueva versión de Duna ha terminado. Denis Villeneuve logró materializar, con aciertos y errores, su visión. Esa visión, curiosamente, está basada más en la sencillez y en lo simple, lo básico que en lo estremecedor y apabullante que se buscaba por lo menos en la versión anterior de esta historia, la que dirigió David Lynch en 1984.

Al lado de su director de fotografía Greig Fraser Villeneuve construye imágenes más evocadoras que literales para meternos en un mundo en donde todo cambia y en donde la mística se cruza con la psicodelia. Pero ambos tomaron decisiones valiosas para hacer de este “Dune” un producto industrial distinto a los otros que nos llegan desde el Hollywood universal de estos años. ¿Cuáles son esos logros? ¿Influye lo hecho en “La llegada” y en “Blade Runner 2049”? ¿Se parece a ellas?

Hay en “Duna”, pero enterrada bajo muchos metros de arena, una muy buena película, tal vez una gran filme. Si bien la cinta del cineasta franco-canadiense Denis Villeneuve tiene sus aciertos estéticos, hay elecciones formales y de casting que terminan un poco por empantanar y anular el espíritu de aventura. Tiene todo para desafiar los cánones del género de la ciencia ficción de aventuras y construir un relato distinto con un universo cuya inmensidad se adivina en lo misterioso de sus formas.

Sin embargo, la película de Villeneuve no termina de funcionar del todo. Como una de las naves en las que vuelan los protagonistas, elegante y cautivadora, pero que gracias a dos o tres componentes falla y se estrella en el desierto. Como Icaro volando demasiado cerca del sol, “Duna” pretende construir un relato inmenso, capaz de expandirse tanto como lo requiere su universo. Es, sin duda, una película pretenciosa, pero no por ello carente de aciertos. En la trama, Arrakis, también denominado “Dune”, se ha convertido en el planeta más importante del universo. A su alrededor comienza una lucha por el poder que culmina en guerra.

Recordemos que el tono de las películas de Villeneuve suele ser de una grandiosidad peligrosa, aun cuando se limita a historias más pequeñas como lo hizo en la producción de “Sicario” (2015). Sus mundos narrativos son solemnes en extremo, a veces oscuros, y siempre moviéndose lentamente hacia abajo, descendiendo en busca de un espacio en el que las voces de sus personajes resuenen con un profundo eco filosófico y ético. De nuevo, no hay necesariamente nada malo en esto.

Además, es de destacar que este anhelo no lleva a “Duna” a romper la regla principal de la economía del relato de Humberto Eco: “un texto es un mecanismo perezoso o económico que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él y solo en casos de extrema pedantería, de extrema preocupación didáctica o de extrema represión el texto se complica con redundancias y especificaciones ulteriores hasta el extremo de violar las reglas normales de conversación”.

Con lo tentador que puede resultar, “Duna” no cae en una extrema preocupación didáctica. No lleva al espectador de la mano, sino que hace emerger sus escenarios en toda su grandiosidad para que el espectador se pierda en ellos. Ante tal magnitud espacial, deben sin embargo aparecer elementos capaces de sostenerlo, de evitar que los espacios se vuelvan inhabitables para el espectador, y es aquí donde “Duna” falla. Sus personajes no dan la talla; un universo de estas características exige un protagonista asertivo.

La película opta por el estoicismo del joven actor Timothée Chalamet que carece del vigor necesario y de la capacidad para conectar con el espectador. Pero el pecado más grande de “Duna” surge de aquello que la vuelve admirable: su ambición. Al encarar la construcción de su universo, lo hace con el propósito de empaparlo de un misticismo que brota de la confusión entre el sueño y la vigilia. Hay, de nuevo, un propósito noble, una intención estética clara. Pero su ejecución resulta pobre.

Tal vez el recurso funcionaría en un cortometraje experimental, pero un gigante narrativo de dos horas y media exige ritmo, disciplina y rigurosidad. Una y otra vez los sucesos se paralizan con el uso de la cámara lenta o se fragmentan dando lugar a escenas que no son sino de otra película. Porciones de una etapa distinta de la historia que pueden funcionar fenomenalmente en una novela pero que en una película entorpecen y quiebran la estructura. En “Duna” no hay actos ni nada que los sustituya indicando al espectador en qué momento se encuentra.

La narración se convierte en un limbo, un desierto interminable y repetitivo por el que el espectador circula sin saber cuándo ni dónde terminará. La película concluye dejando una sensación extraña: si bien hemos sido testigos de un mundo sublime por su belleza y grandiosidad, y sucesos o plot points han ocurrido, hemos sido despojados de una dimensión temporal que haga de aquello que vemos una historia.

Mi nueve de calificación a esta cinta reseca, hostil y bella como el desierto, para bien y para mal a la adaptación del director Denis Villeneuve del clásico de la ciencia ficción del escritor Frank Herbert con su historia que, en un lejano futuro en el año 10, 191, el imperio de la humanidad depende de la especia melange, una sustancia que solo se encuentra en el planeta Arrakis. La vida de Paul Atreides, el heredero de una familia noble cambiará para siempre cuando llegue a ese mundo: su destino podría convertirle en el ser más poderoso de la historia.

Lo primero que puede decirse del filme es que este es, ante todo, ambicioso. Esta película no conoce otra escala que la ciclópea, con los diseños de Patrick Vermette esforzándose para que los protagonistas parezcan hormiguitas a su lado mientras Hans Zimmer se empeña más que nunca en su santa cruzada contra los tímpanos del espectador. En general, Villeneuve no quiere fascinarnos, sino impactarnos, y, en último extremo, apabullarnos.

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