A lo largo de su interesante filmografía, el cineasta mexicano Guillermo del Toro ha recurrido a las criaturas sobrenaturales para hacer un alegato en favor de los seres humanos marginados, logrando que el espectador sienta cierta simpatía hacia seres en apariencia aberrantes. En su cinta más reciente, el realizador tapatío rompe de forma drástica con la manera en que plantea estos temas, presentando a los monstruos más bellos y corrompidos de su carrera con “El callejón de las almas perdidas”.
En la trama de la historia en “El callejón de las almas perdidas” un ambicioso trabajador de una feria ambulante (Bradley Cooper) con el talento de manipular a la gente con algunas palabras bien elegidas, se une a una psiquiatra (Cate Blanchett) que es incluso más peligrosa que él. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el fugitivo Stan Carlisle pasa de peón de feria a mentalista de éxito. Pero su enorme ambición, y los manejos de una psiquiatra tan corrupta como él, harán tambalearse todos sus logros.
Se trata de una nueva versión de la película que en 1947 presentara el director Edmund Goulding con guion de Jules Furthman y recordar que ambas películas surgen de la novela del escritor William Lindsay Gresham. Porque el cine de Guillermo del Toro siempre estuvo focalizado en los deformes, en los marginales, en esa gente que está siempre en los bordes del sistema, por contexto o por decisión propia. Eso quizás lo convierta en una especie de heredero del cine de Tim Burton, a partir de cómo convierte ese aspecto temático en nudos centrales de sus construcciones estéticas y narrativas, que logran atravesar diversos ensamblajes genéricos.
Claro que ese parecido con el realizador de “Beetlejuice” (1988) juega a favor y en contra: al igual que Burton, Del Toro cae a veces en la pose visual y el gesto lindante con lo demagógico. Si las películas de “Hellboy” (2004/2008) son puro movimiento en los márgenes, “La Cumbre Escarlata” (2015) se queda en el preciosismo visual y varios pasajes de “El Laberinto del Fauno” (2007) y “La Forma del Agua” (2018) caen en una corrección política un tanto obvia. Por momentos, no queda claro cuánto le gusta a Del Toro apartarse de la norma o si en verdad solo quiere estar en el centro del prestigio hollywoodense.
Esa tensión entre la reivindicación de la otredad y la necesidad de pertenencia al campo dominante vuelve a aparecer en “El callejón de las almas perdidas”, que igual es una película con una cuota importante de riesgo. Para que quede claro: solo porque venía de ganar el premio Oscar es que Del Toro pudo filmar esta película oscurísima que, a pesar de estar repleta de estrellas, está lejos de poder convocar público a un nivel masivo. Más aún en estos tiempos pandémicos, que tienden a ahuyentar a los espectadores adultos de las salas.
El realizador podrá filmar la cinta en stop motion “Pinocho” para Netflix en este año 2022, pero hay que reconocerle su voluntad un tanto suicida de mantener un pie en la pantalla grande y llevar a cabo esta nueva adaptación de la novela de William Lindsay Gresham, que ya había sido llevada al cine en 1947. Del Toro se ha empeñado en mostrarnos que, en términos de crueldad, los humanos superamos de largo a cualquier engendro primigenio. De esta manera, con precedentes como ejemplos el de Sergi López de “El Laberinto del Fauno” y el Michael Shannon de “La Forma del Agua”, era fácil adivinar que “El callejón de las almas perdidas” iba a ser tela marinera, sobre todo tratándose de un cine noir, género misántropo donde los haya.
Ahora bien, cualquiera hubiese dicho que esta película, más que a una balada a media voz en un club de entreguerras, iba a evocar a la popular cantante mexicana Paquita la del Barrio dedicándoles su clásica canción “Rata de dos patas” a toda su galería de personajes. Basta con observar al mentalista timador de Bradley Cooper, al espeluznante capataz de feria interpretado por Willem Dafoe y a la psiquiatra Cate Blanchett en modo femme fatale para entender que eso de “rata inmunda, animal rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho” les viene que ni pintado, por muchas perchas de impresión que gasten algunos de ellos.
Y en vez de rehacer la clásica película de culto en 1947 que es em verdad todo un pequeño gran clásico con Tyrone Power plantándole cara al encasillamiento, este filme adapta de nuevo la novela original de William Lindsay Gresham, un matiz que permite a Del Toro recocer a fuego lento su potaje de vileza y codicia, si su precursora quemaba etapas a toda velocidad en parte por los ajustes del metraje, en parte para capear a la censura, el director mexicano divide las dos horas y media de esta cinta en tres actos diferentes, y muy extensos, correspondientes al arco de ascenso, auge y caída de un arribista profesional.
Con el material literario como base, del Toro se propone construir un policial negro en la línea del filme noir que tuvo un auge entre la década del 30 y la del 50, uno de esos relatos repletos de seres amorales y que se adivinan trágicos desde el primer minuto. En este caso, situado durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial y centrado en Stanton (Bradley Cooper), a quien ya en el arranque lo vemos enterrando un cadáver y huyendo hacia ninguna parte. Ese escape sin rumbo lo llevará a cruzarse con los variopintos integrantes de un circo nómade, de los que aprenderá todos los trucos posibles para engañar a ese público incauto y crédulo, que está siempre predispuesto a dar como ciertos todo lo que ve, o cree ver.
En general silencioso, pero también encantador a su manera, además de conscientemente corrupto, Stanton emprenderá un camino “artístico” propio, que le permitirá montar un espectáculo en el que pretende ser una especie de mentalista, y que lo llevará a cruzarse con una psicóloga (Cate Blanchett), con la que entablará una alianza para estafar gente que será tan productiva como peligrosa. No es casualidad que “El callejón de las almas perdidas” se ocupe de remarcar numerosas veces la época en la que transcurre, tratando de poner en crisis una época idealizada por el imaginario histórico estadounidense y hasta intentando trazar un retrato sobre esas clases bajas que estuvieron atravesadas por las secuelas de la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión, y que, cuando intentaban tomar aire, les tocó afrontar un nuevo conflicto bélico tras el bombardeo a Pearl Harbor.
Stanton es alguien que busca escapar de esa condición social mediante la trampa constante, engañando a integrantes de las clases privilegiadas e incluso reivindicando su condición de criminal ligeramente sofisticado, aunque esa misma amoralidad será la que finalmente lo condene a un destino trágico. A diferencia de otras criaturas deformes del realizador, para él no habrá redención o reconstrucción posible. Si todo esto está reflejado en las atmósferas cuidadosamente construidas por del Toro, quizás el gran pecado del guion esté en los subrayados algo innecesarios, que eventualmente afectan a la puesta en escena, que termina algo resentida, no por falta de información, sino por exceso.
“El callejón de las almas perdidas” se ve demasiado necesitada de explicitar su mirada pesimista sobre el mundo que construye, cayendo incluso en algunas gestualidades que bordean la manipulación, como en el plano final. Pero, por suerte, del Toro no es Alejandro Iñárritu de Beatiful (2010) ni el Alfonso Cuarón de Roma (2018), y por eso se aferra a las reglas genéricas para así configurar un filme bastante digno e interesante, aún con sus fallas y desniveles. Para quien suscribe, el más valioso de ellos es el primero, con el director y Dan Laustsen (su director de fotografía habitual desde “La cumbre escarlata”) exponiendo las mecánicas de un carnaval de muertos en vida con tonos que oscilan entre la policromía alucinatoria al sol exhausto de un cuadro de Andrew Wyeth.
Conforme la historia avanza, y especialmente cuando Richard Jenkins entra en escena (en un papel de millonario siniestro muy lejos de su registro habitual), la gama de colores se va enfriando más y más, así como el tono de la narración. Podemos reprocharle a Del Toro de regodearse demasiado en este tramo, y lamentar que no dedique más tiempo al costumbrismo, pero no cabe acusar al director de cejar alguna vez en su propósito. El panorama que describe El callejón de las almas perdidas es, de la primera a la última escena, el de un mundo donde la clave del triunfo reside en aprovecharse del sufrimiento, la ignorancia y las debilidades del prójimo para sacar beneficios.
Algo que se vuelve muy atinado si pensamos en la coyuntura actual. Así pues, estamos ante una película larga, densa y pesimista hasta la desesperación, con lo que no es raro que se la haya pegado en la taquilla de Estados Unidos en muchos aspectos, este filme es el opuesto matemático de “La forma del agua”. Pero hay un aspecto de Del Toro que no cede a este lado oscuro, y ese es la mirada repleta de cariño que dedica a sus personajes más marginales y, por ello, menos monstruosos. Es gracias a ellos como Rooney Mara, Toni Collette y el siempre fiel Ron Perlman que este filme no acaba pareciéndose del todo a una invocación para que Cthulhu emerja de las aguas y nos devore a todos.