El veterano realizador Steven Spielberg entrega su filme más personal, así como una de las más exquisitas de toda su filmografía, que a la vez contiene una universalidad difícil de igualar, un relato tan directo como complejo en sus capas de sentido con “Los Fabelman”, la película que recibió cuatro nominaciones al premio Oscar 2023 y fue la cinta ganadora del People’s Choice Award en el Festival de Cine de Toronto 2022. Siempre hubo algo realmente mágico en el cine de Steven Spielberg, a partir de cómo ha sabido hilvanar historias que, desde sus particularidades, consiguen interpelar las experiencias propias de los espectadores.
Eso puede decirse no solo desde su filmografía como director de “E.T. – El extraterrestre” (1982), “Encuentros cercanos del tercer tipo” (1977) o “Atrápame si puedes” (2003), por mencionar algunos ejemplos, sino también como productor: ahí tenemos a “Volver al futuro”, “Los Goonies” o hasta “Poltergeist” para dejarnos en claro que muchas infancias cinematográficas cimentadas durante los ochenta tienen que agradecerle un montón al gran Steven. “Los Fabelman”, que es una especie de testamento cinéfilo y fílmico, es la culminación de este poder innegable por parte del que posiblemente sea el realizador más importante de los últimos cincuenta años. Más aún si tenemos en cuenta que “Los Fabelman” podría haber sido un ejercicio plenamente ombliguista.
Sin embargo, lo que hace Spielberg es contarnos una serie de eventos que marcaron su infancia y adolescencia, afianzando o debilitando sus lazos familiares y su relación con el cine. Hay, es cierto, una reconversión a partir del protagónico de Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle), quien desde muy chico encuentra en el cine un vehículo para canalizar sus vivencias, primero en Arizona y luego en California, mientras va mutando las formas en las que mira a su padre, Burt (Paul Dano), y Mitzi, su madre (Michelle Williams). Pero esa ficción es, tras su serie de viñetas, una vía para ajustar cuentas con sus etapas de crecimiento, su rol como artista y, especialmente, su vínculo con su padre. Es que, vale la pena recordarlo, casi toda la obra de Spielberg está atravesada por la noción de la ausencia paterna.
Pero en “Los Fabelman” esa figura resurge para que Spielberg nos diga (y se diga a sí mismo) que quizás fue todo más complejo y, a la vez simple: que ese padre tenía metas y obsesiones que no siempre comulgaban con las necesidades de su familia, que no supo comprender del todo a su hijo, pero que también tuvo que lidiar con contingencias inesperadas y desagradables, y que hizo lo que pudo, dadas las circunstancias. Y que esa serie de cortocircuitos afectivos, esas grietas personales y grupales que se dieron en el núcleo afectivo familiar, permitieron que se potenciara el lado artístico de Sam/Steven, hasta hacer estallar por los aires todos los límites entre lo ficcional y lo personal.
Hay una secuencia donde Mitzi deja a su marido en casa y sale en auto con algunos de sus hijos (incluido Sam) a perseguir un tornado que ven a la distancia. De repente, debe frenar en una esquina para evitar chocar con unos carritos de supermercado que pasan empujados por el viento. Frente a eso, Mitzi se repite a sí misma, en un murmullo, una y otra vez, que «todo pasa por una razón». Esos carritos, que nos recuerdan al tren en llamas que aparecía súbitamente en “Guerra de los mundos”, parecen decirnos efectivamente eso mismo que dice Mitzi: que hay imágenes que han perseguido a Steven durante toda su vida y que se vio obligado a convertirlas en cine. Y que ese acto creativo, tan inseparable de su propia individualidad, también tiene consecuencias en los demás.
Lo que el cineasta cuenta en “Los Fabelman” tiene sus dosis de complejidad, no solo por constituir una serie de viñetas infanto-juveniles, sino también por su vocación de dialogar con su propio cine y las implicancias casi melodramáticas de los conflictos (hay una secuencia donde Sam descubre un secreto familiar que es una piña al estómago y que es casi una cirugía a corazón abierto del propio Steven), Spielberg deja en claro que John Ford es su máximo referente, y lo hace no solo con palabras, sino también con hechos. Es que, aun cuando todo estaba servido para un drama existencial y manipulador al estilo Iñárritu, el filme siempre se permite volcarse al humor, incluso en sus vetas más absurdas y juguetonas: hay, por caso, toda una subtrama dedicada al romance entre Sam y una compañera de colegio que afirma estar “enamorada de Jesús”, que es tan dulce como desopilante.
Al fin y al cabo, Spielberg parece decirnos que su infancia tuvo sus dificultades, pero que lejos estuvo de ser una tragedia, y que muy posiblemente eso también aplica a cualquiera que esté mirando la película. Pero, además, por si alguno podía hacerse el distraído, Spielberg nos recuerda que, cuando está enfocado como corresponde, puede ser un magnífico director de actores y un gran descubridor de talentos jóvenes. Ahí tenemos a un Dano notable (e injustamente fuera de la carrera por el Oscar), en la mejor actuación de su carrera, con varios momentos donde dice todo con la mirada y nos rompe el corazón. O a un LaBelle (tampoco nominado) que es una revelación absoluta a partir de su apabullante expresividad. Y también a una gran cantidad de intérpretes niños y adolescentes que aparecen siempre en escena con una espontaneidad llamativa y estimulante.
Y todo esto pasa mientras Spielberg vuelve a mostrar que nadie pone la cámara al ras del piso como él y que puede hacer de esa serie de eventos que presenta una reflexión perfecta sobre la trascendencia que puede tener el cine en nuestras vidas, siempre con una alternancia entre pausa y velocidad que nadie más posee. Muy posiblemente “Los Fabelman” termine relegada a la hora de la entrega de los Premios de la Academia, a la que últimamente le cuesta una enormidad reconocer a los realizadores norteamericanos y sus creaciones. Pero no importa, porque Spielberg logró otro hito más que reafirma la universalidad de su cine: armar una historia sobre sí mismo donde cualquier pulsión ególatra queda de lado, porque aún sabiendo su lugar en la historia del cine, él se pone por detrás.
Por eso también la última secuencia, donde Steven a través del personaje de Sam se pone a los pies de Ford, enseñándonos que siempre se puede aprender (o enseñar) algo nuevo, con un plano final que es una lección perfecta de cine. Spielberg, que también es Steven, y Sam, y un poco su padre ficticio y real, y un poco su madre ficticia y real, se muestra ante nosotros para decirnos que también nuestras propias historias son dignas del cine y que están las cámaras para convertirlas en ficciones. Si el Chef Gusteau de Ratatouille nos decía que “todo el mundo puede cocinar”, el maestro en todo sentido que es Spielberg también asevera que “todo el mundo puede filmar”. Que una bestia del cine como él pueda sostener eso y nos invite a ir al cine en estos tiempos complejos es un rayo de esperanza realmente conmovedor.
Mi 9 de calificación para esta emotiva cinta considerada fuerte candidata al premio Oscar 2023, la cinta más reciente de Steven Spielberg es una especie de manifiesto creativo disfrazado de película de formación. En efecto, el valor de esta ficción inspirada en la infancia del director no está en la fidelidad con que recrea esos años, sino en la eficacia con que explica sin explicar los orígenes de los temas y las técnicas de su filmografía. Este drama muestra la historia de un joven que encuentra en las películas un vehículo para conocer la verdad ya que la mayoría de sus películas han sido una reflexión de cosas que le han sucedido, pero en el caso de “Los Fabelman” no es una metáfora, es sobre sus recuerdos e influencia cinéfila del director de este filme que indaga en las raíces familiares.
Basada en sus experiencias de niñez y juventud, y combinadas con elementos de ficción, “Los Fabelman”, al igual que la reciente “Babylon”, es un sentido homenaje al arte de crear, producir y ver películas. Pero a la vez es una conmovedora exploración de las relaciones humanas, enfatizando en las familiares, algo en lo que Spielberg es todo un experto. También es una nueva evidencia del abandono gradual del director a las cintas de fantasía y escapismo para hacer un cine sobre la vida real y las personas como nosotros y él.