Darío Vera.-
“Yo no estoy enfermo, lo único que tengo es la presión alta, lo demás me funciona muy bien…” lo dice con ese tono de solemnidad tan conocido para quienes hemos alguna vez cruzado palabra con el hombre que nació el 17 de abril de 1944 en una apacible Ciudad Victoria; “acabo de cumplir siete nueve”, remata José Eleuterio Mansur Guevara, “El Diablo” para quienes lo conocieron de niño, Don Chepe para quienes le refieren más respeto, o simplemente Pepe para los amigos.
Lo invité a comer, pero no comió porque él come a sus horas, no quiso café porque no lo acostumbra, procura ser muy disciplinado con la comida, porque a él le ha funcionado muy bien para no enfermarse.
La historia del futbol en Victoria no podría contarse sin mencionar su nombre, sus batallas, los triunfos y los esfuerzos realizados para que este deporte tenga el arraigo que tiene en nuestra ciudad; ya sea en los llanos o en el profesional, en las categorías infantiles donde se tejen los sueños por llegar a Primera División y hasta en las ligas de los adultos, esos que salen a defender al barrio o únicamente buscan un pretexto para “hacer sed” un sábado o domingo.
Se lo advierto, no importa cuántas líneas alcance a escribir de esta entrevista, no serán suficientes para relatar sus aventuras, su lucha y su amor por un deporte que a la fecha lo mantiene activo, aunque sea un autodidacta del futbol, aunque nadie le haya enseñado a amar este deporte y aunque tenga años sin patear un balón.
SE PELÓ A TAMPICO…
El Diablo de Pepe no sabe cuándo ni por qué, pero un buen día se enamoró del futbol. Era la década de los años 50’s, tenía apenas once años; el menor de ocho hermanos fue el pilón en su familia, su hermana más próxima en línea ascendente le llevaba ocho años de diferencia, por eso hizo toda su vida prácticamente solo al lado de su madre.
De su papá no se acuerda, falleció cuando él apenas tenía tres años, entonces esa cosquilla por jugar futbol definitivamente no la obtuvo en casa.
Todos los días tomaba su balón de cuero y lo llevaba pateando desde el 12 y 13 Bravo, donde vivía, hasta el 17, porque en punto de las 4:00 de la tarde unos amigos pasaban por la Alameda para llegar juntos a las afueras del Estadio Olímpico Victoria, donde pasaban horas cascareando.
“El portero que llevábamos era, en paz descanse, Enrique García Guevara, le encantaba la portería”, recuerda con agrado a su entrañable amigo que falleciera años después en la lucha por la conquista de la autonomía universitaria.
Dice que, junto a otros amigos, pateaban el balón hasta que los corrían al campo donde una vez estuvo el Parque de Beisbol Praxedis Balboa y ahora es un estacionamiento; “ahí nos quedábamos hasta que llegaban a jugar los mayores de Primera Fuerza, pero nosotros éramos felices con el solo hecho de pasarles el balón, ahí nos quedábamos atrás de las porterías hasta que se nos hacía de noche”.
Llegando a casa, un regaderazo y aprovechaba que él dormía hasta la azotea de aquella casona del centro, era un cuartito en el tercer piso que lo hizo su recámara, donde su única compañía era una radio que, como era natural, en la noche recibía ondas de todo el país que al girar la perilla lo hacían viajar a tierras distantes… una de esas, por suerte, la tierra del equipo más ganador de la época: el campeonísimo León.
“Yo me aficioné a los ‘Panzas Verdes’ gracias a la radio que me regaló mi mamá, ahí escuchaba sus partidos” recuerda emocionado a sus grandes jugadores Carbajal, “Mulo” Gutiérrez, Luis Luna, Tello Hernández, Gerónimo Di Florio.
Un buen día, en esa flamante radio, el narrador anuncia el duelo más espectacular de la próxima jornada: Celestes Jaibos de Tampico recibiendo a Los Panzas Verdes del León en el Parque España.
A Pepe se le fue el sueño, y si dormía lo hacía soñando con sus ídolos; le entró la idea de cómo poder hacerle para ir a Tampico… ¿permiso de su mamá?, ¡impensable!, cómo iba a ir un niño que apenas brincaba la primera década de vida hasta Tampico, a ver un partido de futbol.
Pepe se las ingenió, fue con su amigo el repartidor del periódico “El Sol de Tampico”, que todos los días cubría la ruta desde el puerto hasta la Capital para repartir el rotativo para pedirle un raid. Obviamente echó mentiras, dijo que tenía permiso y aquel señor que manejaba un camión de tres y media toneladas accedió a llevárselo de Victoria y traerlo de regreso.
La aventura fue inolvidable, aún recuerda que el León perdió 2-0, pero eso no mermaba la felicidad de aquel chiquillo que conoció a sus ídolos y que tuvo que pagar como precio repartir periódicos desde Altamira hasta Victoria, pasando por Manuel, González y Llera, pero eso no sería todo.
“Llegamos a las ocho de la mañana a Victoria, yo le dije a mi amigo Miguel el del camión, que me dejara ahí en el 8 Bravo, ya de ahí yo le caminaba, todo nervioso porque sabía la que me esperaba”, cuenta aquel inocente “Diablo”, que por primera vez hacía una travesura de ese tamaño; “pero cuál fue mi sorpresa que ya iba por la esquina del 12 y voy viendo afuera de mi casa una patrulla de la policía… ‘ya valió madre’, pensé; en eso se acerca mi hermano Abraham, me pregunta que dónde andaba y pues ya le conté”.
Recuerda que Abraham lo acerca con su madre que era un manojo de nervios, angustia y encabronamiento a esas horas, porque el pilón por fin aparecía; “amá, no lo vaya a chingar muy feo”, suplicó Abraham a la matriarca, “no, nomás lo que es”, respondió la señora, que alistaba el chirrión para reprender al más pequeño de sus vástagos.
SÓLO PENSABA EN JUGAR
Aquel niño que pateaba la pelota de cuero tarde a tarde creció sin conocer la razón de quien le inculcó ese amor: sus hermanos no lo practicaban, no creció con la figura de un padre que se lo inculcara, en la ciudad lo que desbordaba pasiones era el beisbol. Pepe estaba predestinado, el futbol marcaría su vida.
Culmina su secundaria y bachillerato en la Escuela Normal y Preparatoria del 7 y 8 Matamoros, hoy la Casa del Arte, y justo cuando cumplió los 16 años fue seleccionado para jugar un Torneo Estatal en 1960. Curioso porque en aquella época sólo había tres equipos infantiles y juveniles en el pueblo, se enfrentaban una cantidad de veces predeterminada para definir al campeón, con todo y eso armaron una selección que, por una extraña razón, aceptaba equipos hasta de San Luis Potosí y Veracruz.
En esa selección compartió cancha con aquel delantero al que define como ‘cascarero’, goleador como era su chamba y por su aspecto físico le apodaba igual que al ídolo nacional de la época “El Borjita”, Enrique de la Garza Ferrer.
Nadie se iba a imaginar que años después, esa dupla haría historia en el futbol victorense… pero aún faltaba para llegar ahí.
La efímera camaradería que estaba predestinada a convertirse en amistad tuvo que tomar pausa muy pronto ya que Enrique partió a estudiar a la Ciudad de México. Pepe, por su parte, una vez concluida su etapa como bachiller le dijo a su madre que él quería estudiar Derecho, por lo que la única opción era ahora si, por todas las de la ley, irse a estudiar a la Escuela de Tampico.
Para José las cosas no cambiaron mucho estando en el sur del estado y por primera vez fuera de casa: las ganas de jugar futbol no amainaban ni con la carga académica, tan es así que fue fichado para jugar en la entonces espectacular Liga Regional de las Huastecas, con el Tamaulipas de Ciudad Madero.
Se involucró tanto en el balompié en aquella zona que hasta fue reserva del Tampico; sí: Mansur que años después daría vida al equipo de Victoria, algún día vistió la casaca de los Jaibos.
Pero pasó lo que al hombre destinado al futbol le tenía que pasar, se atoró con una materia, intentó varias veces aprobarla, pero no tuvo éxito, ahí se dio cuenta que la abogacía no era para él; tuvo que hablar con su madre y decir la verdad, “la escuela no es para mí”… no hubo regaño, sólo apoyo. En casa ya lo estaban esperando, eso sí, con la condición de ver qué de provecho iba a hacer Pepe pues la disciplina doméstica le obligaba a ser un hombre de bien.