Francisco Ramos Aguirre.-
El capitán Henry William Seaton fue uno de los miles de soldados norteamericanos sobrevivientes de la Invasión Norteamericana en México (1846-1848.) Nació en Albay, Nueva York, en 1816 y estudió en la Academia Militar de West Point. Después de concluir su carrera, en 1835 ingresó al Tercer Regimiento de Infantería.
Años más tarde, en 1846 el gobierno lo incorporó a las fuerzas del general Zacarías Taylor, con quien participó en las batallas de Palo Alto y Resaca de Palma al sur de Texas.
Cruzó el río Grande y estuvo activo durante la guerra contra México. En 1847 publicó en Nueva York el libro Escenas de Campaña Durante la Guerra con México, editado en Harper & Brothers, Publishers. En sus páginas narra la presencia del ejército norteamericano y particularmente de Taylor en diversas poblaciones del noreste, entre ellas Monterrey, Camargo, Saltillo y Ciudad Victoria.
Hablando de extranjeros radicados en esta última población, en aquellos años había cerca de tres mil habitantes, entre ellos 338 originarios de varias naciones. La mayoría españoles, franceses, norteamericanos, italianos, alemanes, incluso un noruego. Algunos eran comerciantes, boticarios, bachilleres en derecho, licoristas, escultores, canteros y sombrereros por citar varios ejemplos.
El soldado refiere que el once de diciembre de 1846, estando en Monterrey participó en los preparativos de las brigadas de infantería norteamericanas a las órdenes de Taylor, que por esos días se trasladaron a la Capital tamaulipeca. En este contexto, resulta interesante la aportación de Seaton al conocimiento de la cultura, escenarios, usos y costumbres sociales de Ciudad Victoria.
A su paso por algunos poblados cercanos a la Sierra Madre Oriental, llamaron su atención los parajes naturales de vegetación y presencia de mujeres guapas. Igualmente, la vestimenta que utilizaban los hombres, consistente en prendas sencillas, sombreros de paja y ponchos para cubrirse el frío. Respecto a la alimentación disponible, describe el consumo del pan de maíz, considerado desde entonces uno de los alimentos tradicionales norestenses, texanos y de Nueva Orleans.
Sin nadie que los detuviera, a las tres de la mañana del dos de enero de 1847 el ejército prosiguió la marcha y al amanecer cruzó el río Purificación, justo a pocos kilómetros de Victoria. “Es un torrente de montaña audaz, que precipita sobre las rocas, el color del agua como el de los sondeos. Es el arroyo más profundo y más grande que hemos cruzado hasta ahora, está por encima de las faldas de las sillas de montar y tiene casi cien metros de ancho. El agua estaba muy fría, tanto que temíamos entrar. No pasó nada; un hombre, en particular, creó mucha alegría; se había quitado todo menos la camisa y a mitad de camino cayó de largo al torrente, creando un grito universal.”
Después de una marcha lenta y polvorosa de unas 23 millas, a las tres de la tarde el contingente llegó a la Hacienda de Santa Engracia, propiedad del dominicano Simón de Portes y acamparon cerca del río Santa Engracia. “Tiene una residencia muy cómoda y un magnífico invernadero, encerrado por un alto muro de piedra. En su recinto cultiva casi todas las frutas tropicales: plátano, naranja, limón, limón dulce, cidra. El limón dulce era una curiosidad, y por muchos es considerado muy delicioso; ¡pero las naranjas! uno nunca las prueba, no sé lo que son en los Estados Unidos; eran deliciosas, y las compramos por la cantidad que pudimos comer. La hacienda, una extensa plantación de azúcar, está situada en un hermoso valle a pocas millas de las montañas, y es trabajada por peones, cuyos jacales estaban esparcidos por la mansión.”
Años más tarde, Benito Goríbar ex capitán a las órdenes del general José de Urrea, recordó cuando procedente de Tula llegó a dicha hacienda para seguirle los pasos al general Taylor. Además de probar los exóticos cítricos afirma que el administrador de apellido Caballero le platicó que el militar norteamericano firmó un documento donde se comprometía que, al concluir la guerra, compraría a su propietario el latifundio en 60 u 80 mil pesos.
El tres de enero los norteamericanos caminaron doce millas hasta llegar a Caballeros. Árboles, mezquites, chaparrales espesos, naranjales y platanares los cobijaron a su paso. Sin faltar las bandadas de cotorros que los divirtieron “…con sus lenguas locuaces mientras volaban en parejas.” Algunos tramos del terreno eran rojos y achocolatados. Igual sobre esa región enclavada en la montaña, menciona el río San Pedro “Arroyo de riberas muy altas; inmensos cipreses bordeaban sus orillas y crecían en el lecho del arroyo. Todas estas corrientes dan evidencia, desde la anchura de sus cauces, de ser tremendos torrentes cuando se encrespan con las fuertes lluvias. En el lado sur había un pequeño rancho, llamado San Pedro, donde…compramos y comimos unas deliciosas naranjas.”
Al amanecer del cuatro de enero de 1847, entre mezquites y matorrales espesos avanzaron a La Misión. “Bellamente situado sobre una cresta rocosa, dominando por todos lados una excelente, extensa y bien cultivada plantación.” A Henry le sorprendieron las cercas de piedra, consideradas una moda arquitectura rural norteña en esa época. Finalmente llegaron a Victoria, establecida sobre una llanura elevada y cultivos “…por todos lados repletos de caña de azúcar y maíz. Nunca he visto una perspectiva agrícola más rica.”
De manera imprecisa apunta que Victoria tenía alrededor de mil 300 habitantes, y por ello la consideraba lugar de poca importancia. Los norteamericanos acamparon dos millas al este cerca de Pajaritos, mientras en la Plaza ondeaba la bandera “salpicada de estrellas…y las calles estaban llenas de voluntarios, algunos de los cuales se divertían dando de comer a un enorme mono, posado en el muro de un jardín. El general Patterson, con su mando, llegó unos momentos después que nosotros; sufrieron mucho por la falta de agua.”
EL HIJO DE AGUSTÍN DE ITURBIDE
Un hecho novedoso para la historia victorense, es la referencia del cronista sobre la presencia del capitán Agustín de Iturbide -hijo-, perteneciente a una de las compañías de caballería del ejército mexicano en esos momentos. Afirma que lejos de enfrentar a los invasores en Victoria “…se retiró ante el avance del General Quitman… -porque- cuatro oficiales fueron sus compañeros de escuela en los Estados Unidos.”
Los victorenses se mostraron amistosos con Taylor, quien cabalgó por la ciudad el cinco de enero. A Henry le llamaron la atención los numerosos jacales y la Plaza Principal, donde se localizaban las mejores construcciones. A media milla de la plaza localizó un cementerio “…rodeado por un muro, cuya base es de piedra y la parte superior de ladrillo, pilastras a distancias iguales en toda su extensión; la entrada, muy prolijamente ornamentada, da al pueblo.” Sobre el mismo sitito describe un monumento funerario cuadrangular, piramidal, hueco y bien acabado. Bastante grande, probablemente de un personaje distinguido.
“En un estante, que se supone que es la tumba, hay cuatro candelabros con velas; y de la parte superior están suspendidas dos lámparas. La entrada a ella fue a través de una puerta de hierro forjado muy ordenada. Algunos de nuestros pobres compañeros… expresaron su deseo, si fueran asesinados, para ser enterrados allí; tan natural es desear algo dulce, reconfortante. Es un lugar libre del ruido y confusión del mundo, para depositar nuestros restos en un lugar de descanso seguro… cuando el espíritu inmortal haya huido.”
Victoria impactó a los ojos extranjeros, sobre todo sus habitantes y la fortaleza económica producto de la agricultura. Prácticamente la mayoría de los alrededores estaba rodeada de cultivos y árboles frutales. Incluso al pie de la Sierra Madre, la fauna y vegetación de árboles era abundante.
El Siglo Diez y Nueve, enero 25 de 1844; Diario del Hogar/28 de noviembre/1891; La Sociedad/octubre de 1858; El Siglo Diez y Nueve/octubre 7/1850).