mayo 20, 2024
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Cantar y Llorarle al Hueso

noviembre 6, 2023 | 175 vistas

Francisco Ramos Aguirre.-

Desde tiempos ancestrales, la muerte constituye uno de los distintivos culturales de mayor presencia entre los mexicanos. Nos acompaña en la vida cotidiana desde la infancia a través de las leyendas de espantos, canciones, corridos y pregones. La muerte y las calaveras están presentes en la lotería mexicana cuando el gritón menciona: Al pasar por el panteón me encontré una calavera…la muerte tilica y flaca, la muerte siriquisiaca, sentada en su buena estaca.

Durante los días de fieles difuntos y todos los santos, cuando el silencio reina en los cementerios saboreamos las calaveritas de azúcar y el pan de muerto. Los mexicanos comemos, reímos, amamos, celebramos, bailamos, jugamos, cantamos, vestimos y nos emborrachamos con la muerte. Como lo menciona el poeta Octavio Paz, nuestro culto a la muerte es también tributo a la vida.

PRIMERO MUERTO QUE ME ABANDONES

Entre canciones de amor y muerte surgen elementos sentimentales o románticos que reclaman sacrificio a cambio de felicidad. El amor hacia lo femenino implica también una buena dosis de tormento, ansiedad, angustia y desesperación. Lo dice el compositor Belisario de Jesús García: Morir por tu amor,/qué dicha ha de ser,/morir por tus ojos divinos/que son la expresión de placer./Morir, sí morir,/canta el ruiseñor,/que todo en la vida,/es amor, amor, amor. Algo parecido invocan los Cancioneros Acosta en su tema Morir Soñando, grabado en 1929: Morir soñando por tu amor,/es lo que quisiera,/y a que la muerte fuera consuelo a mi dolor.

Los mexicanos no tememos a la muerte. Incluso la desafiamos en cualquier terreno y tenemos duda de su existencia y de las noches de ánimas en pena. “Me encontré con la huesuda,/creyendo que era la muerta,/creyendo que era la muerte,/me encontré con la huesuda,/me dijo la testaruda,/ no bebas el aguardiente,/vas a morir de una cruda,/qué triste será tu suerte.”

La huesuda, pelona o esqueleto panteonero representan las fuentes más ricas de inspiración para algunos los compositores vernáculos. La muerte transita constantemente en las páginas del cancionero popular mexicano: Viene la muerte luciendo,/mil llamativos colores,/ven dame un beso pelona,/que ando huérfano de amores. Entre burlas y retos el valiente le busca ruido al chicharrón, incluso la provoca: Se va la muerte cantando, por entre la nopalera,/en qué quedamos pelona me llevas o no me llevas. No le temo a la muerte,/más le temo a la vida,/como cuesta morirse,/cuando el alma anda herida.

Los casados se juran fidelidad y amor hasta que la muerte los separe. La eternidad afectiva se transforma en fantasma y surge versificada en los tranquilos valses, boleros norteños y corridos o tragedias donde la pasión y regocijo se prolongan hasta el infinito: Que nos entierren juntos,/en la misma tumba,/y de ser posible en el mismo cajón,/que estemos frente a frente,/para darnos besos,/y que eternamente,/ya después de muertos,/gozar nuestro amor.

LA VIDA NO VALE NADA

El muerto al pozo y el vivo al gozo. Los mexicanos no deseamos mal a nadie, pero por si las moscas, hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi comadre: Espérame en el cielo corazón,/si es que te vas primero,/espérame que pronto yo me iré,/ahí donde tu estés. Entre nubes e inframundo, esta canción formó parte de la picardía y buen humor de los victorenses del siglo pasado, cuando parafraseaban: Espérame en el Cero corazón, es decir, allá en el Cementerio del Cero Morelos.

En medio del jolgorio, danzas, música y cantos del Xantolo de la huasteca potosina, la muerte y la vida amenizan la fiesta de difuntos en una misma máscara. Vale mencionar que esta festividad de temporada, propia de algunos municipios de Veracruz, Hidalgo y San Luis, se difunde cada día más en Tamaulipas.

SE LO CARGÓ EL PAYASO

La memoria es una fosa común habitada por muertos. En México la muerte es dolor, luto, veladoras y coronas de flores, pero también celebración en frases y palabras. Difícilmente podemos encontrar en otro país la abundancia del lenguaje y expresiones culturales alusivas a la parca. Cada región la identifica en sus propias palabras, modalidades y códigos. En el diccionario sobre culto a la muerte existen cuando menos cien maneras antisolemnes de citarla. Huesuda, tilica, parca, patas de catre, se lo cargó el payaso, chupó faros, colgó los tenis, le dieron chicharrón, pasó a mejor mundo, catrina, siriquisiaca, calaca, ya le tocaba, pelona y dientona. Lejos de evocar tristeza, este léxico refleja el humor y picardía que incrementa la veneración a un personaje inspirador de miedo.

De la fiesta religiosa y misas de réquiem transitamos a la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, donde el talentoso grabador hidrocálido José Guadalupe Posada (1852-1913) sin pretenderlo convirtió la muerte en figura representativa del arte y cultura popular. Pasados los años de su creación la Catrina Garbancera se convirtió en imagen de culto y elemento de crítica social, respecto a las desigualdades durante el porfiriato.

Entre hojas de colores, prensas y tinta nacieron las calaveras del montón, el jarabe de ultratumba, los ciclistas en la alameda, don Quijote de la Mancha, el comelitón de calaveras, las calaveras maderistas y zapatistas, la calavera coronela y otros personajes que circularon democráticamente por las calles y plazas públicas de la capital del país. A ciento diez años de su fallecimiento, Posada permanece vigente y cada día adquiere más vida durante la festividad de difuntos.

Por sí misma, la imagen de La Catrina es una generosa aportación de la cultura mexicana a la celebración funeraria. Incluso se suma a la tradición terrorífica y brujas del halloween de origen céltico. Gracias al pintor Diego Rivera, su imagen emergió del mural Un Domingo en la Alameda para personificarse, convertirse en espectáculo y deambular con su vistoso atuendo y maquillaje por todos los rincones del territorio mexicano.

EL PAN DE MUERTO

Al pan pan y al vino vino. No hay fiesta de difuntos sin flor de cempasóchil, calaveritas de azúcar, altares tradicionales, calabaza en tacha y pan de muerto. La comida y antojitos mexicanos, están presentes en las ofrendas de muertos, para darle gusto al gusto. No importa que las sepulturas estén llenas por consumir grandes cenas.

El pan de difuntos representa una muestra clara de la fusión gastronómica mestiza entre las culturas europea y mexicana. Igual que las calaveras de azúcar, el pan de muerto se asocia con el alimento para la subsistencia y significa las cosechas temporales de trigo y caña de azúcar.  Aunque se le atribuyen orígenes prehispánicos, los primeros panes de muertos elaborados con trigo para las ofrendas fúnebres surgieron en forma de corazón, órgano de vida y placer en cada mordida. Acerca de este alimento existen noticias de su presencia al menos desde finales del siglo XIX, pero es probable que su elaboración se remonte años atrás. La costumbre de consumirlo en día de Todos Santos o fiesta de los difuntos proviene de los estados de Oaxaca, Michoacán, Morelos y Puebla.

En 1906 el cronista Tick Tack del periódico El Universal se quejaba de la decadencia de este bizcocho “Ya no hay pan de muerto de ser servido en una mesa en una mesa decente. El que compré en una firma acreditada resultó masacotudo, insípido y frío. ¿El aceite de algodón? ¿A la falta de manteca de cerdo? ¿El precio fabuloso a la falta de huevos? ¿La mala calidad de las harinas? ¿La carestía de muchos ingredientes?…todos tienen color y sabor a química popular.”

CALDO DE HUESOS CON SOPA DE LETRAS

En la literatura mexicana la muerte es principio y fin. Las calaveras literarias en verso aportan intelectualmente un enfoque humorístico al tema. Sin faltar la representación de la obra Don Juan Tenorio de Zorrilla y la película de Macario de B. Traven. Muerte Sin Fin, de José Gorostiza; Nostalgia de la Muerte, de Xavier Villaurrutia; La Muerte Tiene Permiso, de Edmundo Valadés y La Muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, elevan este tema a la metáfora y reflexión.

Para Octavio Paz la muerte representa “…un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida.” Villarrutia tuvo una extraña obsesión o placer en sus escritos sobre la muerte. Consideraba que no significaba el fin de la vida porque “Para vivir la muerte, ¡he muerto a todas horas!” (El Nacional/1891/11/05; El Universal/noviembre 11/1906.)

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