Lic. Ernesto Lerma
Recordemos que desde que “Final Destination” irrumpió en el año 2000 con su propuesta de horror metafísico, la franquicia se ha mantenido como una de las más singulares dentro del cine de género. A diferencia de las sagas de asesinos seriales o criaturas sobrenaturales, aquí el villano es la propia Muerte, invisible, implacable y meticulosa. Cada película repite una premisa esencial: un personaje tiene una premonición que le permite salvarse de un accidente fatal junto a un grupo de personas, pero lo que parecía un golpe de suerte se convierte en una condena, pues la Parca no tolera que se le altere el orden.
En su misión por restaurarlo, las víctimas son eliminadas una por una a través de un sinfín de eventos absurdos, violentos y, en ocasiones, irónicamente cómicos. Tras cinco entregas entre 2000 y 2011, “Final Destination” entró en una merecida pausa. Ahora, con “Bloodlines”, la saga regresa con fuerza, reafirmando que su esquema narrativo (repetitivo, pero siempre efectivo) sigue teniendo potencial, especialmente cuando se aborda con inteligencia visual, consciencia autorreferencial y un toque de elegancia en su brutalidad. Lipovsky y Stein no buscan romper la fórmula, sino que la celebran.
Desde la primera escena (una cita romántica en 1959 en una torre recién inaugurada que, inevitablemente, se desploma), se deja claro que el espectador es un cómplice informado. Sabemos que nada es gratuito. Cada objeto, cada plano detalle, cada sonido distorsionado, apunta a un destino trágico. Este gusto por la anticipación, por jugar al “dónde y cuándo ocurrirá el desastre”, convierte cada secuencia en un juego macabro, una sinfonía de tensión y humor negro donde el montaje funciona como metrónomo de la muerte.
La historia salta al presente, siguiendo a Stefani (Kaitlyn Santa Juan), nieta de Iris (Brec Bassinger en su versión juvenil y Gabrielle Rose en su versión madura), quien experimenta pesadillas recurrentes con el derrumbe de la torre. Lo que parece una herencia de trauma resulta ser una señal: El ciclo de la Muerte se ha reactivado.
La película entreteje así una historia familiar con tintes góticos, donde abuelos, padres, hijos y hermanos cargan con un legado de destino incumplido. Esta dimensión intergeneracional (que da sentido al subtítulo Lazos de sangre) no solo amplía el mapa de víctimas, sino que aporta un matiz melancólico a un relato donde el tiempo no cura nada cuando la Muerte toma nota (léase aquí un guiño al popular anime de temática similar). El filme se deleita en sus trampas elaboradas y en los guiños visuales que incluyen un jardín con rastrillos, un tatuaje, una moneda que cae desde las alturas y atraviesa el cráneo como epílogo irónico de una superstición. Cada elemento cotidiano se transforma en una pieza letal del dominó.
Y como en las mejores entregas de la saga, la gracia no reside en evitar la tragedia, sino en observar cómo se orquesta la absurda coreografía de la catástrofe. Pero “Lazos de sangre” no se conforma con el ingenio formal. En su núcleo hay un comentario más hondo sobre el libre albedrío, los ciclos familiares y la inevitabilidad. En tiempos en que la ficción especulativa explora realidades paralelas y “eventos canónicos”, esta cinta (sin necesidad de discursos pseudocientíficos) nos recuerda que el terror más universal sigue siendo el del destino sellado. La Muerte, aquí, es menos verdugo que contable cósmico. Es alguien que regresa a cerrar una cuenta pendiente.
La secuencia más conmovedora no es una muerte, sino una aparición. Tony Todd, el icono del cine de terror (“Candyman”), en su última actuación antes de fallecer en 2024, interpreta por última vez a William Bludworth, el enigmático funerario que siempre ha sido algo más que un mensajero de la Parca. Su cuerpo visiblemente afectado por la enfermedad añade una carga emocional inusitada a su presencia. No es solo un personaje que habla de la muerte; es un actor que la enfrenta cara a cara. Su escena, impregnada de gravedad y dignidad, eleva la cinta y le da una resonancia inesperada: no todo es juego, hay algo real al acecho.
“Destino final: Lazos de sangre” es, ante todo, un homenaje al cine de terror como maquinaria de relojería sangrienta, a una franquicia que nunca necesitó máscaras ni cuchillos, y a un actor que supo, hasta el final, dotar a la muerte de una voz inolvidable con una danza macabra de precisión quirúrgica, “Destino final: Lazos de sangre” revitaliza la franquicia con ingenio, crueldad y una inesperada melancolía. Y es que, a diferencia de otras secuelas o reversiones, esta no tiene necesidad de preservar legados o mostrarse importante, sino que tan solo pide que se acepten todas las ideas absurdas que despliega. La saga ya tiene veinticinco años, aunque la última entrega es del 2011, lo que la hace una franquicia más asociada con la primera década del nuevo milenio. A diferencia de ciertas compañeras, como “El juego del miedo”, todavía conserva cierta vitalidad.
Esa frescura está dada por su ausencia de culpa y moralina, por esa vocación de buscar formas cada vez más retorcidas y creativas de matar gente. Y también por hallar premisas argumentales que llevan a verdaderas acrobacias del guion, que piden a gritos que uno no se tome muy en serio lo que está viendo. En el caso de “Destino final: lazos de sangre”, no tenemos simplemente a alguien con una premonición que evita un hecho catastrófico, sino a una persona que sueña con la premonición de otra persona. Se trata de Stefani (Kaitlyn Santa Juana), una joven universitaria que tiene pesadillas recurrentes relacionadas con su abuela y un accidente en una torre con consecuencias horripilantes. Cuando retorna a su hogar para averiguar qué hay detrás de esos sueños que padece, descubre que esa tragedia no sucedió, pero que la Muerte, que estuvo muy ocupada completando el trabajo de liquidar a toda la gente que se salvó.
“Destino final: lazos de sangre” transmite otro tipo de nostalgia, a pesar de que se estrena a menos de quince años de su predecesora. No se trata de otra secuela-legado que fusiona algo nuevo con lo ya conocido, a pesar del breve cameo del fallecido Tony Todd. Tampoco es una reinvención de expresiones previas. En cambio, lo que vemos es una película que nos recuerda que el cine de terror supo no ser moralista o con vocación de mostrarse importante, ni tampoco con la necesidad de extrema de complacer a los fanáticos.
JR
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