Martín Aguilar Cantú
Debido a que gran parte de mi trabajo lo realizo frente a la computadora en que ahora mismo tecleo estas líneas, busco poner fondos de pantalla que me regalen momentos breves para la contemplación y el goce de obras de arte que elijo de por acá y por allá. La última que coloqué, Estudio para mudarse, del artista visual sinaloense Hugo Lugo (Los Mochis, Sinaloa, 1974), presenta a un hombre de pijama azul que sostiene un tazón, de espaldas a una casa, –quizá la suya, apenas bocetada en blanco y negro– incendiándose. El sujeto, de semblante incierto y ojos a medio cerrar, parece cumplir el deseo de que ese hogar arda junto a todo lo que ahí pudo existir: habitaciones, paredes, muebles, libros, fotografías…memorias.
La realidad que quiero narrar hoy sacude hasta las lágrimas. Un tranquilo suburbio de Connecticut, EUA, torna el epicentro de un incendio provocado con gel antiséptico, hojas de papel y el encendedor olvidado en una vieja chamarra. El autor del fuego no es ningún pirómano, se trata de un hombre de 32 años, casi 1.80 metros de estatura y poco menos de 31 kilos de peso, según reporta The New York Times, a quien le fueron impuestas las paredes de una de las habitaciones sin baño como su cárcel por 20 años, con días de apenas un minuto para soltar al perro en el patio trasero. La última vez que tuvo contacto con el exterior fue a los 12 años, contó a los bomberos que atendieron la emergencia y a la policía, después, cuando su padre, fallecido en 2024, decidió sacarlo de la escuela so pretexto de educarlo en casa, nunca más volvieron a verlo sus amigos, compañeros, maestros o vecinos.
Kimberly Sullivan, de 57 años y madrastra del hombre incendiario, fue cómplice en la decisión de su difunto esposo por mantener a su hijo en la reclusión del cuarto, en esa casa, por razones que aún no han sido aclaradas. Sea cual sea el motivo, jamás podría justificar un acto de tan alta crueldad. Aún adolescente –12 años–, la persona de quien le hablo, apreciable lector, se vio sometido al encierro. Un radio sonando a lo lejos como única vía de interacción para advertir lo que sucedía afuera y llevar la cuenta del año que corría. Su compañía: unos cuantos libros y, destaco, un diccionario, “nada más útil y noble para que jueguen los niños desde los cinco años”, sostiene García Márquez en su prólogo para Clave-Diccionario de uso del español actual (Ediciones SM, 1997). No quedaba de otra.
Sin embargo, ese radio, esos libros y ese diccionario se convirtieron en el mejor kit de supervivencia para el aislamiento absoluto y las condiciones infrahumanas de vida que atravesaron las dos décadas de ese pequeño, que seguro soñaba con enamorarse bobamente, como lo hicimos muchxs cuando adolescentes; bañarse de forma regular –hacía un año, relata, que no se duchaba–; comer suficiente; ir al dentista o al médico –sus dientes podridos le impedían masticar un solo bocado–. Vivir, vaya, las etapas de la existencia con la dignidad que merecemos todxs.
Aquí mi reflexión, estimadx leyente, como una ráfaga de preguntas sin respuesta taladrando mi cabeza y que nos invita a pensar: ¿dónde estaban los servicios de protección para las infancias que habían sido alertados por el director de la escuela y amiguitxs de la víctima en al menos dos ocasiones?, ¿dónde los afectos más cercanos, que no siempre están en la familia, y que dejaron pasar tanto tiempo –20 años– antes de que este hombre, cuya identidad se mantiene reservada, llegara al límite de arriesgar su vida y terminar calcinado primero que continuar en el encierro y el desamor al que fue condenado?, ¿cuándo recuperaremos el sentido de comunidad que nos identifica como especie y que podría prevenir horrores de tal magnitud?, ¿será acaso muy tarde para entender cuán valiosa y bella puede ser la vida en cada una de sus fases?, ¿qué podemos hacer usted y yo para que algo así nunca más vuelva a suceder?
Las respuestas a esas y tantas otras preguntas descansan, tal vez, en nuestras conexiones perdidas, en nuestro mundo acelerado por el deseo de ganar más plata, en la hiperdigitalización, en nuestra cada vez menor empatía y compasión. Me encantaría leer las suyas, compártamelas, por favor, al correo [email protected], donde, gustoso, las leeré y comentaré en mi próxima entrega, que, también, abordará la adolescencia y algunos productos mediáticos que, recientemente, se han puesto en el ojo de la opinión pública. Me despido más que agradecido por su valiosa atención.