Hago alusión en el título de mi columna de hoy a esa maravillosa película británica de finales de los 60 que, dirigida por James Clavell y magistralmente protagonizada por Sidney Poitier, presenta un claro y disruptivo panorama de las relaciones interraciales y la experiencia de vida como docente de un ingeniero que opta por enseñar a estudiantes rebeldes como último recurso ante el desempleo. El maestro trata de abordar desde un principio los problemas del aula con métodos tradicionales que luego sustituye por estrategias educativas innovadoras y poco ortodoxas que tuvieron eco y resultaron exitosas. Elegí ese título –la traducción para las salas de cine en Hispanoamérica– por su ternura y expresión del agradecimiento que, estoy seguro, muchxs de ustedes comparten y sienten hacia los maestrxs, en especial algunxs de ellos, que, sin duda, dejaron huellas imborrables en nuestras memorias y desarrollo personales.
Quien escribe estas letras ha ejercido de forma privada y algunas veces pública la enseñanza del inglés como lengua extranjera desde hace más de 25 años. El inglés lo aprendí de aquí y de allá, de forma autodidacta por momentos, pero con los cimientos fuertes que dejaron profesores como la que tuve en secundaria, Nena Montemayor, que me compartió vastos conocimientos del idioma y libros ilustrados de clásicos en inglés como David Copperfield, de Charles Dickens. Comencé a enseñar siendo muy joven a partir de la invitación que me hiciera la directora de una escuela de idiomas en la que estudiaba a tomar un curso de entrenamiento en estrategias didácticas e integrarme posteriormente al grupo de instructores de lengua inglesa. La considero una mentora: sus primeras enseñanzas, luego de terminar los cursos de inglés que ofrecía aquella institución, entonces ubicada en el centro de la ciudad, aportaron mucho en mis primeros pasos dentro de la docencia. Con el tiempo elegí seguir enseñando y aprendiendo muchas, muchas cosas en el camino, una vez más, de la mano de grandes profesores.
Los maestrxs no somos infalibles, los métodos y prácticas en la enseñanza han ido avanzando y adaptándose a los nuevos tiempos y realidades. Sin embargo, es indudable que quienes pasamos por las aulas quedamos marcados por sus aportes y fuimos impulsados e inspirados por muchxs de ellxs. Recuerdo bien a Coral Aguirre (Angélica Claro Canteros, Bahía Blanca, Argentina, 1938) en mi primer día de clase de Literatura Grecolatina, materia que cursaba como parte de la carrera en Letras Españolas. Quizá sobrecogido por su acento argentino y notable personalidad, sentía cierto temor que creció ante mi respuesta a la pregunta con la que abrió el diálogo ese primer día: ¿Qué les viene a la mente cuando escuchan la palabra mediterráneo? Me apresuré a responder “el mar”. Tras un silencio ensordecedor, se dirigió a mí –no sea usted tan racional– aseveró, y callé. No podía siquiera imaginar que, a la postre, se convertiría en la mejor catedrática que tuve en la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL, aunque otros maestrxs también fueron grandes ejemplos, Coral despertó mi pensamiento crítico y nos regaló un semestre que recuerdo gratamente. Los clásicos, decía, pertenecen a todos los tiempos y nos acercó a Aristóteles, a la tragedia, a la comedia y, aún más, considero que nos empujó vehementemente a pensar. Hoy la recuerdo con un enorme cariño, y veo que su legado es ya reconocido, aunque no tanto como debiera, considero, por sus aportaciones a la dramaturgia, las artes escénicas y la música; le debo tanto…
En mi propia familia hay abundancia de docentes, así que siendo pequeño múltiples veces acompañé a mis tías a sus escuelas, donde era siempre sorprendente verlas dibujar en el otro el conocimiento, cada una desde su propia especialidad, siempre entusiastas, comprometidas con su alumnado más allá de los límites del aula. Mi propia abuela materna, a quien no llegué a conocer, narra mi madre, fue maestra en sus años postreros. Mi hermana es maestra también, hace no pocos años, y su interés por seguir aprendiendo y compartiendo sus saberes con los adolescentes que atiende, me inspira y guía, así como los tantxs amigos que ejercen la profesión docente y que no terminaría de mencionar.
Si tuviera que resumir en una palabra el legado que han dejado en mí mis maestrxs, elegiría “perseverancia”, concepto que recuperan hoy teóricos del aprendizaje desde la que se denomina “mentalidad de crecimiento” y que parte la idea de que los contratiempos y desafíos pueden abordarse desde la convicción de que las capacidades se pueden siempre modificar. Carol Dweck (Nueva York, Estados Unidos, 1946), investigadora y catedrática de la Universidad de Stanford y pionera y referente innegable de lo que esta mentalidad puede significar para nuestra cognición ha dicho: “No temas equivocarte, nunca es tarde para aprender”. Felicito desde este espacio a todxs los docentes por el recién celebrado Día del Maestro.
A usted, lector que me regala su tiempo, le agradezco y comparto mi correo electrónico: [email protected].