Libertad García Cabriales
La ciudad es como una casa grande: Rafael Alberti
Hace algún tiempo, un buen amigo me preguntó si verdaderamente me parecía bella mi ciudad Mante natal, si lo que expresaba de mi fascinación por sus paisajes y sus calles era sincero. No dudé en contestarle afirmativamente, que no sólo me parecía bella, sino entrañable. Tal vez para él pueda ser extraño me parezca hermosa mi ciudad natal, habiendo ciudades más grandes, más modernas, más armoniosas; pero como decía El Principito de su rosa, es el amor y el tiempo dedicado a algo o a alguien lo que hace la diferencia.
Yo veo hermosa ciudad Mante porque la amo, porque bajo el influjo de los cañaverales nací y crecí, porque entre la sombra de los flamboyanes jugué de niña, porque allí estudié, me casé, nacieron mis hijas, vive mi madre y reposan los restos de mi añorado padre. Una ciudad que se desarrolló al amparo de un sistema de riego, un gran ingenio azucarero y pese a ser una localidad todavía joven, cuenta además de su fértil comarca, con buenos servicios, un comercio esforzado y una ciudadanía amable, cálida como su clima.
Y mi ciudad natal también tiene graves problemas. Negarlo sería una sinrazón, pues es evidente. Después de ser una región pujante económicamente, con una agricultura y comercio de gran calado, la ciudad fue decayendo en diversos sectores, incluso mucha gente emigró por necesidad. Quienes crecimos viendo la bonanza colectiva, podemos dar cuenta de ello. Pero hay algo que nunca se ha perdido y es el amor que muchos de los mantenses, fuera y dentro, sentimos por nuestra comunidad. El orgullo de ser mantenses reflejado en emociones, pero también necesario ser reflejado en acciones, para entre todos reconstruir lo perdido.
Pienso en mi ciudad natal pero también en todas las ciudades de nuestro amado Tamaulipas. En lo importante que resulta el ejemplo que los adultos podemos dar a los niños y jóvenes en relación al amor demostrado a nuestras ciudades. Hemos perdido tanto de ello. Nuestros niños ya casi no juegan en las calles o en las plazas de las ciudades, ya no sienten orgullo, ni pertenencia, menos amor por el espacio habitado. Ya casi nadie camina las calles de su ciudad, contempla su imponente paisaje, su arquitectura. Ya casi nadie saca su sillón y conversa con el vecino, esos pequeños gestos de buena vecindad que hacen comunidad y tejen la ciudad de mil maneras.
Con casi 40 años de vivir en Victoria y a la manera del Principito y su rosa, yo amo también a esta ciudad entrañablemente, he vivido aquí más tiempo que en ninguna de las cuatro ciudades habitadas. Aquí nació el más pequeño de mis hijos, aquí crecieron y se casaron mis hijas, nacieron mis adorados nietos, aquí echamos raíces. Y trato de trasmitir ese amor siempre que puedo porque considero que sólo amando nuestra ciudad podemos transformarla. Y a Victoria también le urge atención. El reto es para todos. No se trata de palabras, sino de acciones. Si la amas no la dañas, no la ensucias, no la robas. Si la amas, siembras, construyes, educas, respetas, participas. Y no tiene que ser la más bella para que la ames, basta sea tuya, la que tu habitas, donde compartes tus historias, tu diario vivir.
Amar nuestras ciudades para transformarlas, es el gran reto. Entender que en ellas están tramadas nuestras vidas, sitio de cruces de caminos, espacio para el encuentro, memoria de nuestros muertos; siempre las mismas y siempre distintas, así son nuestras ciudades. Depositarias de nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestras ciudades requieren de nuestro amor y respeto para seguir siendo la casa que todos queremos. Al respecto, los más reconocidos urbanistas señalan que la ciudad ideal debe ser diversa, libre e igualitaria, una ciudad donde los poderes no asfixien a los ciudadanos, un espacio donde la gente conviva libremente.
Pero para tener la ciudad ideal tenemos que empezar por amarla y después trabajar por ella. Exigir a las autoridades por supuesto. Ahí está la mayor responsabilidad, el presupuesto al que todos contribuimos. Pero también emprender acciones ciudadanas que la construyan diariamente y reflejen ese amor, como cualquier otro amor que se respete. Así de sencillo y así de complejo. La ciudad requiere de ciudadanos en toda la extensión de la palabra. Y la construcción de ciudadanía incluye el amor, empezando en casa con la palabra y el ejemplo, con los paseos, con las historias contadas y el orgullo transmitido. Enseñemos a nuestros niños y jóvenes a amar nuestras ciudades. Amarlas mucho, como al hogar, como nuestra gran casa. Un reto para todos.