Rogelio Rodríguez Mendoza
Hace poco más de 30 años, cuando reporteaba la fuente de seguridad pública, llegué a las oficinas de la entonces Policía Judicial de Tamaulipas, en la parte baja del Palacio de Justicia en Ciudad Victoria, donde funcionan actualmente los juzgados familiares.
Era un sábado. No pasaban de las diez de la mañana. El agente encargado de la guardia no estaba en su sitio, pero como en ese entonces era costumbre que los periodistas accedieran a las celdas, sin restricciones, para saber quién estaba detenido y por qué razones, ingresé con normalidad a los separos.
Apenas había recorrido la mitad de las celdas cuando, desde un pequeño cuarto contiguo que, en teoría servía para almacenar utensilios de limpieza, escuché quejidos lastimeros y lo que parecía un llanto intermitente.
La curiosidad me ganó y me acerqué a la puerta. Escuchaba solo murmullos y los mismos quejidos, por lo que intrigado moví la perilla de la chapa y ¡sorpresa! se abrió.
La escena era impresionante: un hombre, de no más de 30 años, estaba sentado sobre una silla con las manos atadas hacia atrás. Literalmente lloraba. Tenía la cabeza vendada casi por completo. Solo le quedaban libre la nariz y la boca. A su lado había tres agentes judiciales.
El detenido estaba empapado de agua. A su lado había tres botellas de agua mineral, una toalla y una cubeta.
Al verse sorprendidos, los policías solo atinaron a mirarse entre sí, sin saber qué hacer. Su primera reacción hacia el reportero fue de enojo, de furia. Con insultos exigieron que saliera de las celdas.
Ya en el exterior, los tres policías me alcanzaron. Su actitud era otra. Era de temor. “No vayas a publicar nada, por favor”, casi suplicaban. “Este ca… (el detenido) tiene un ch… de robos y no los quiere aventar” decían, en un intento por justificar la tortura hacia aquel hombre.
Por supuesto que otro día la información se publicó. Sin embargo, el único castigo para los policías fue cambiarlos a otra ciudad.
Le cuento de ello porque, más de 30 años después las cosas no parecen haber cambiado mucho. Con todo el avance que ha tenido la defensa de los derechos humanos y la presunta profesionalización de las policías, la tortura sigue siendo, “un método vigente de investigación”.
La organización no gubernamental, “México Evalúa”, publicó recientemente un trabajo de investigación que desnuda la realidad de la tortura policial en el país.
Los datos son alarmantes: el 36 por ciento de las personas privadas de la libertad sufren tortura por parte de las policías, con la complicidad de los agentes del Ministerio Público.
“La tortura como mecanismo para avanzar investigaciones o fabricar acusaciones persiste en México”, acusa la ONG, al tiempo de lamentar que esta práctica persista pese al robusto marco jurídico que prohíbe y sanciona estas conductas de la autoridad.
La forma más común de torturar es la asfixia o ahorcamiento con una bolsa de plástico.
Insisto: es increíble que, a estas alturas, con toda la evolución que han registrado las sociedades, con un marco jurídico más fortalecido para la protección de los derechos ciudadanos, se sigan repitiendo las mismas historias de hace más de 30 años.
Lo más grave de todo es que existe un absoluto desinterés gubernamental por ponerle freno a esos abusos. En Tamaulipas existen más de 400 averiguaciones previas y carpetas de investigación por el delito de tortura, pero no hay un solo policía procesado. La impunidad es total.
Para decirlo claro, nuestras policías, con todo y su presunta profesionalización, siguen siendo cavernícolas.
ASÍ ANDAN LAS COSAS.