Palabra de poco uso es «chauvinista». Claro, se usa menos aún la palabra «triscaidecafobia», temor al número 13. (Mister Smith fue a un motel de paso en compañía de cierta damisela cuya traza lo llevó a abrigar sospechas, y eso que hacía bastante calor. Le preguntó, cauteloso: «¿Cuántos años tienes, linda?». Contestó la interrogada: «13». «Holy cow! -se espantó mister Smith-. ¡Salgamos inmediatamente de aquí!». Comentó la muchachilla: «Supersticioso, ¿eh?»). El adjetivo «chauvinista», o «chovinista», se aplica a quien exalta lo nacional por encima de lo extranjero. Supuestamente la expresión tuvo su origen en la devoción fanática de un tal Nicolas Chauvin, soldado napoleónico, por Francia y por todo lo francés. Chauvinista, por ejemplo, era el argentino que decía: «¡Qué gran humildad la de Nuestro Señor! ¡Fue a nacer en Belén, pudiendo haber nacido en Buenos Aires!». Acúseme quienquiera de incurrir en chovinismo, pero en mi opinión el Centro Histórico de la Ciudad de México tiene bellezas de arqueología, arquitectura y arte que lo hacen único en el mundo. Entre los mayores goces que la vida me ha obsequiado está el de caminar sin rumbo, flâneur despreocupado, por las calles céntricas de la capital: Donceles (Celestino Gorostiza, funcionario público y dramaturgo, en ese orden, solía decir que esa calle había sido bautizada en su honor: Don Celes); Tacuba; Madero; Argentina y las demás con nombres de naciones hispanoamericanas; Isabel la Católica; Bolívar; San Juan de Letrán, que ahora se llama Eje Central Lázaro Cárdenas; Puente de Alvarado, que ahora no sé cómo se llama, y tantas y tantas otras de cuyas historias y leyendas escribieron con galana pluma don Artemio de Valle Arizpe y don Luis González Obregón. Deambular por esas calles; entrar en sus magníficos palacios, en sus mansiones blasonadas o en sus antiguos templos; degustar la infinidad de delicias gastronómicas que sus elegantes restoranes o sus modestas fondas ofrecen al paseante; comprar en sus librerías de viejo un libro eterno; beber a sorbos lentos un café o una copa en una de sus terrazas con vista al pasado; todo eso equivale a entrar en el corazón principal de este maravilloso país nuestro que tantos corazones tiene. Por todo lo anteriormente dicho, y por lo mucho que se me ha quedado sin decir, aplaudo lleno de entusiasmo, y con las dos manos para mayor efecto, la iniciativa tendiente a hacer peatonales las calles que rodean al Zócalo y algunas de las que en él confluyen. Eso, a mi juicio, acrecerá el disfrute del centro de la gran ciudad y lo hará más amable para el peatón, tan olvidado a veces por causa de ese imperioso dictador, el automóvil. Permítanme ahora mis cuatro lectores un leve rasgo chauvinista. El ingeniero José María Fraustro Siller, alcalde de mi ciudad, Saltillo, tuvo la idea de hacer peatonal la calle que pasa por el costado sur de la hermosa catedral, la Plaza de Armas y el Palacio de Gobierno. Llena de historia y sucedidos está esa calle, pero estaba también llena de automóviles, por lo que en un principio pensé que su cierre al paso de vehículos sería causa de problemas de tránsito. No fue así, y ahora el llamado Paseo Capital, a más de realzar la belleza de los antiguos edificios que en él se hallan, se ha convertido en uno de los sitios favoritos de los saltillenses para caminar por él y disfrutar los atractivos que ofrece a propios y extraños. Así diría yo de no ser porque en Saltillo nadie es extraño. Igual sucederá con las nuevas calles peatonales que se abrirán en el corazón más cordial de esa hermosa giganta, la Ciudad de México. Que sea en buena hora. Enhorabuena. FIN.
MANGANITAS
Por AFA.
«. Sube el precio del huevo.».
La carestía ya espanta,
y tan grave es ese mal
que la mercancía tal
la traemos en la garganta.