abril 12, 2025
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Rogelio Rodríguez Mendoza

Cuando ocurra la tragedia, ¿quién asumirá la culpa?

abril 8, 2025 | 43 vistas

Rogelio Rodríguez Mendoza

Mientras en el plano nacional el Gobierno federal está recurriendo al deporte como herramienta para pacificar al país, en Tamaulipas cada fin de semana, los campos de futbol llanero, que deberían ser espacios de convivencia y bienestar social, se convierten en auténticos campos de batalla.

El problema no es nuevo, pero lo alarmante es su crecimiento ante el silencio y la omisión de quienes deberían poner orden.

El descontrol es absoluto. Las Ligas que organizan torneos operan sin ningún tipo de regulación efectiva. Nadie supervisa a los promotores, nadie revisa los reglamentos internos, y mucho menos se exige el cumplimiento de medidas mínimas de seguridad.

Se permiten apuestas, venta indiscriminada de alcohol y hasta consumo de sustancias ilegales, como si se tratara de un carnaval sin ley.

El futbol, que en esencia debería formar valores, ha sido reducido por algunos a una actividad puramente lucrativa. Lo que debería ser un torneo deportivo se convierte en negocio redondo (incluso para algunos funcionarios públicos) para quienes cobran inscripciones, organizan partidos y lucran con la pasión de los jugadores, sin asumir responsabilidad alguna por las consecuencias que eso genera. ¿Y dónde están las autoridades?

Las instancias gubernamentales con competencia directa en el tema—como el Instituto del Deporte, el Instituto de la Juventud, la Secretaría de Bienestar Social y la Secretaría de Educación—se han convertido en observadores pasivos de un fenómeno que ya ha dado señales de alarma. No hay operativos de vigilancia, no hay protocolos de intervención, no hay voluntad. La omisión es, en este caso, complicidad.

Más grave aún es que este fenómeno se normaliza con el paso de los años. La violencia deja de escandalizar y empieza a parecer parte del paisaje: gritos, pleitos, amenazas, incluso armas blancas en la cancha. Familias enteras acuden a ver un partido y terminan envueltas en pleitos que escapan a toda lógica deportiva. ¿Qué pasará el día que haya una víctima fatal? ¿Quién cargará con la culpa que hoy se evita asumir?

Las redes sociales se han encargado de difundir las constantes riñas en los campos de futbol, como evidencia del desorden y la anarquía de que le hablo.

Paradójicamente, desde el Congreso del Estado se han promovido leyes para castigar la violencia en el deporte. Se ha legislado con buenas intenciones, pero como suele ocurrir, las normas terminan siendo adornos jurídicos que no bajan a la realidad. Las leyes sin ejecución son promesas vacías.

Es tiempo de actuar. De frenar la indiferencia institucional y poner orden donde hoy impera el caos. Porque el futbol llanero no puede seguir siendo una ruleta rusa cada fin de semana. El balón está en la cancha de las autoridades. Pero hasta ahora, nadie ha querido jugar.

Insisto: instancias como el Instituto del Deporte, el Instituto de la Juventud, y las secretarías de Bienestar Social y de Educación, han optado por una cómoda pasividad, como si el problema no existiera o no mereciera atención por no figurar en la agenda mediática.

Esa falta de visión es peligrosa. La prevención también empieza por los detalles, por los entornos cotidianos donde se refleja la salud social de una comunidad.

Cada omisión, cada permiso tácito, cada mirada hacia otro lado, convierte a la autoridad en corresponsable de lo que ocurra. Hoy todavía se está a tiempo de evitar una tragedia. Mañana, cuando la noticia sea luto, ya no bastarán las disculpas.

El deporte puede parecer una vía larga, pero es sin duda una de las más efectivas para desalentar el involucramiento de los jóvenes en la delincuencia. Mucho más que las transferencias asistencialistas disfrazadas de programas sociales. Invertir en espacios deportivos seguros, organizados y vigilados, es sembrar futuro. Lo demás, son paliativos que no resuelven de fondo el problema.

¿O no?

ASÍ ANDAN LAS COSAS.

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