Libertad García Cabriales
A la memoria de Miguel Ignacio Portales, amigo de la vida
Escribo en domingo; una semana exacta después de haber recibido la noticia como un dardo. Estaba con mi madre en el siempre florecido Mante, cuando llegó el mensaje en el chat de la secundaria: hace una hora falleció Miguel Portales, decía la pequeña frase. Seis palabras solamente, pero capaces de provocar un doloroso nudo en la garganta. Había escuchado la voz cansada de Miguel el miércoles anterior, contándome su estado de salud complicado, pero lleno de esperanza, optimista como él era. Hacía tiempo que su corazón fallaba, pero siempre latió generoso. Miguel Portales Guerrero es para mí lo que se llama un amigo de vida.
Lo conocí en la primaria, cuando las niñas sólo se juntaban con niñas, pero en la secundaria empezamos a reunirnos con los muchachos del salón y Miguel fue siempre de los que se llevaban bien con todos, atento a las necesidades y gustos de los compañeros. En ese tiempo, yo era súper fan de Jim Morrison y Miguel me regaló un poster enorme que estuvo colgado en mi recámara por años. Así era siempre, el prototipo de la alegría, del buen amigo en el mejor sentido de la palabra. Éramos estudiantes de grupos muy unidos, alegres, juguetones como cualquier adolescente. Y también fuimos buenos alumnos. En la secundaria empezó o se consolidó en muchos de nosotros el hábito de la lectura gracias a la maestra Santoyo, una docente excepcional.
Éramos felices y lo sabíamos. En ese contexto, surgieron también relaciones perdurables, amigos que hasta la fecha nos apreciamos aun en la distancia. Así surgió mi amistad con Miguel Ignacio, quien por cierto llevaba el segundo nombre por mi suegro, ginecólogo que lo trajo al mundo. Fuimos creciendo y seguimos la amistad, contándonos nuestras cuitas, Miguel me narraba de la chica que le gustaba, yo del novio que estaba lejos. Y ambos soñábamos con las profesiones elegidas. En ese tiempo salí a estudiar un año medicina y descubrí que no tenía las agallas para ver de cerca la cotidiana muerte, pero sí para manejar tractores, aprender los ciclos de la caña y hacer frecuentes excursiones a la fascinante Biósfera del Cielo, cuando todavía ni era declarada reserva.
En la Facultad de Agronomía Mante se consolidó mi amistad fraterna con Miguel. Ya no en el relajo adolescente, sino en conversaciones más profundas acerca de la vida y nuestros anhelos. Muchos recuerdos de ese tiempo, cuando junto a Juana María pasábamos horas conviviendo inseparables, estudiando, cultivando algo más que plantas: una amistad limpia para la vida entera. La tierra fue testigo de nuestro afecto entrañable. Entre el surco y el arado, saboreando las cañas, escuchando a Serrat y aprendiendo de excelentes profesores, nos tocó vivir una época dorada de Agronomía Mante. Y todo en santa paz.
Tiempo después nos graduamos y cada uno hicimos nuestra vida, nos casamos, tuvimos hijos, vivimos en distintas ciudades, pero la amistad perduró. No nos veíamos con frecuencia. Miguel trabajando incansable en la industria azucarera, yo cultivando la historia y la cultura. De vez en cuando coincidimos en nuestro querido Mante natal para reanudar una conversación inacabada, pero siempre estuvimos en contacto. Nunca faltaba su llamada en mi cumpleaños y con la aparición de las redes sociales, ambos sabíamos qué hacíamos y como iba creciendo la familia. Así conocí en foto a sus adoradas hijas y nietas y él a los míos, así me enteré de su enfermedad, así me contó sus dolores, así hasta los últimos días de una vida plena, de buena cosecha. Trazo su nombre y todavía no puedo creerlo. Se fue un amigo de la vida entera. Un amigo con quien se podía contar incondicionalmente.
Decir amigo me trae del barrio luz de domingo, le gustaba mucho a Miguel la canción de Serrat que hablaba de las amistades verdaderas. Esa luz de domingo se apagó para encender otra que habita en los jardines del alma y la memoria. Duele profundamente tu ausencia Miguel Ignacio. Tú que solías contar a los que ya habían partido de aquella generación de niños felices, entre ellos tu dolor por el gran amigo Federico, quien se fue unos días antes de tu partida. Los imagino juntos, en esa dimensión donde no hay dolor, ni enfermedad, ni miedo. No verás crecer a tus niñas que llamabas borreguitas, pero estarás con ellas porque ese amor es infinito. Ya no estarás en las navidades entre compañeros, pero el recuerdo de tu sonrisa contagiosa quedará entre nosotros mientras estemos vivos.
Desde aquí mi abrazo a toda su familia, a quien Miguel amó hasta su último aliento. Decir amigo es decir Miguel Portales. Mientras escribo escucho en su honor la canción serratiana: “Decir amigo se me figura que decir amigo es decir ternura. Dios y mi canto saben a quién nombro tanto”. Vuela alto, Miguel. Te extrañaremos.