Alicia Caballero Galindo
La tarde cae y estoy sentada frente al higuerón del parque, su tronco es una escultura mágica que no me canso de admirar, el complejo tejido de esquejes (filamentos que buscan la tierra para enraizar y crecen desde sus ramas) se adhieren en el tronco dándole un aspecto espectacular, enigmático, misterioso, los efectos de claro oscuro que producen los inclinados rayos de sol antes de ocultarse, hace que el tronco parezca un caleidoscopio cambiante. En cada una de sus oquedades existe un ecosistema, donde los murciélagos insectívoros disfrutan al oscurecer, llegan silenciosamente acariciando al viento en busca de alimento. Los veo como hipnotizada, me recuerda el día cuando conocí a Alonso, igual que hoy, estaba allí, absorta viendo a los murciélagos, cuando su voz me estremeció.
—Son enigmáticos, tienen un especial encanto, parecen volver siempre al mismo lugar, tienen sus hábitos.
Al voltear me encontré con una figura delgada y unos ojos color miel, que se grabaron en mi alma para siempre. La verdad no supe de dónde salió, sólo apareció tras de mí. Con movimientos pausados y tranquilos, se acercó, tendió su mano con naturalidad y dijo:
—Alonso Carabaza.
En automático le tendí la mía.
—Maricarmen Laclette…
Experimenté una extraña sensación cuando su mano presionó la mía; era suave, claramente se percibía que no ejecutaba trabajos manuales rudos. Sentí, como si ya lo conociera. No lo quise aceptar porque aún me dolía el recuerdo de Beltri, nos amábamos y un buen día, sin explicación alguna se fue. No lo entendí de momento, pero después supe que encontró un nuevo amor, así de fácil. Sentí que había vivido en una mentira y experimenté una soledad muy grande. Aunque el tiempo había pasado, me aislé por temor a ser herida de nuevo, por eso, la sensación que me produjo aquella mano me inquietó. Acostumbro sentarme todas las tardes a leer en este pacífico lugar y cuando la penumbra llega, observo a estos enigmáticos animales. Me produce una sensación de paz. Pero la tarde que conocí a Alonso, las cosas cambiaron, una lucecita de esperanza empezó a iluminar mi soledad. La primera vez que nos vimos, se sentó a mi lado sin consultármelo siquiera y platicamos de todo como si siempre nos hubiéramos conocido. No me habló de su pasado ni yo le hablé del mío, no era necesario, solo aquí y hoy. Se hizo costumbre el vernos en el árbol de los murciélagos, así lo bautizamos; siempre llegaba al oscurecer, platicábamos largo rato y nos despedíamos sin prometernos nada, pero ambos sabíamos que en ese lugar teníamos una cita con nuestro destino. La tarde en que nos sorprendió una lluvia inesperada, empezamos a mojarnos y de repente, me tomó de la mano diciendo:
—Ven conmigo, nos protegeremos ahí, adentro, y señaló el tronco de aquel magnífico árbol.
No supe cómo lo hizo, pero encontró la forma de entrar. Estábamos muy cerca el uno del otro en aquel estrecho espacio que olía a savia. Nuestros alientos se confundían y alcanzábamos a escuchar el latido de los corazones a un mismo ritmo, estábamos frente a frente, en la penumbra, sin hablar. Fue algo instintivo, la música de la lluvia, mansa, la penumbra, la cercanía de nuestros cuerpos, y aquella añeja soledad que no nos atrevíamos a confesar hizo el resto; sus brazos rodearon mi espalda y los míos se prendieron de su cuello, nuestros labios se buscaron con la avidez de un caminante del desierto, al encontrar una fuente de agua clara. El tiempo se detuvo y el sonido de la lluvia que se escuchaba lejana era el único contacto con la realidad. No estaba soñando. No tuve noción del tiempo… A la distancia, se escucharon voces, la magia se rompió y nos dimos cuenta que la lluvia había parado. Tampoco supe cómo salí, pero me vi en el césped húmedo, ya había cerrado la noche, pero sus ojos brillantes y su sonrisa, destacaban en medio de la oscuridad. Nos miramos a los ojos, saqué de la bolsa de mi falda, un pañuelo blanco y sequé la humedad de su frente; con una sonrisa, me lo quitó, dijo que olía a mi perfume, secó mis mejillas y se lo guardó en la bolsa de su camisa. Sus ojos estaban radiantes.
Nos despedimos sin decirnos nada porque no era necesario, me encaminé a la calle y algo me hizo voltear para verlo alejarse, extrañamente me pareció ver como si entrara de nuevo a aquel tronco misterioso sin dejar rastro tras de sí. Pensé que era una ilusión óptica producto de la noche. Los murciélagos chillaban y volaban en torno a aquel tronco en busca de insectos; algunos pendían de las ramas, acicalándose después de la lluvia. De Alonso, ¡ni el rastro! ¿Fue una ilusión? ¡Tal vez! Mañana será otro día. Me encaminé a mi casa sintiendo en la espalda la suavidad de sus brazos, y en mi memoria, la paz de sus besos, de aquellos labios que, sin palabras, hablan de ese universo secreto que compartimos. Aleteaban en torno al árbol aquellos extraños mamíferos furtivos, impredecibles, ajenos al mundo de mis pensamientos. Sonreí.
No he vuelto a verlo desde entonces, ¿teme tal vez amar o ser herido?, ¡no sé¡, yo lo extraño y desde entonces, vuelvo una y otra vez al mismo lugar con la esperanza de encontrarlo, tal vez vive en un mundo paralelo y a veces, nuestras líneas se cruzan. Un día encontré entre las raíces del tronco, mi pañuelo, ¿lo olvidó?, ¿lo dejó como señal? Sigo yendo por las tardes al árbol de los murciélagos, leo un poco y al oscurecer, la esperanza se renueva y… espero.