Catón.-
Contra el consejo de sus padres, la joven Dulcibella
casó con don Carcamio, señor que andaría por los
70 años de edad. Para sorpresa de la recién casada
en la noche de bodas su maduro esposo le hizo el
amor tres veces seguidas. Ella tomó el celular: “Esto
tengo que contárselo a mis papás”. Le sugirió don
Carcamio: “No les llames todavía. Espera el
marcador final”… Tanto la buena educación como la
caridad cristiana prescriben no repetir el chisme que
has oído. Pero ¿qué otra cosa puedes hacer con él?
Los chismes y el dinero son para contarse. En
tiempos de la antigua Roma, por ejemplo, se decía
que Julio César, el audaz mílite que conquistó las
Galias, el poderoso político, era bisexual, y tan
cachondo que su desenfrenada actividad erótica no
conocía límites. Sus contemporáneos lo llamaban
sotto voce “el marido de todas las mujeres y la mujer
de todos los maridos”. No temo irrespetar la memoria
del patricio si pongo aquí ese rasgo de su
personalidad. Total, para decirlo en su propia
lengua, de gustibus non disputandum. O sea que
cada quien su vida. Advierto, sin embargo, que me
estoy alargando en el exordio del cuento que en
seguida voy a relatar… Un tipo le reclamó a otro:
“Compadre: me contaron que anda usted diciendo
que usted y yo tenemos relaciones amorosas”. “¡Qué
barbaridad! -exclamó el otro-. ¡Le juro que jamás he
dicho semejante cosa!”. “Yo tampoco -afirmó el
compadre, sombrío-. Eso significa que alguien nos
vio”… Un cínico es un hombre que no cree en nada
y en el que nadie cree. Ejemplo de cinismo fue el
sujeto que se pasó un semáforo en rojo. Lo detuvo
un oficial de tránsito que le preguntó: “¿Y el rojo?”.
Contestó el cínico: “Lo cambié por este azul”.
Inquirió el agente: “¿No vio el semáforo?”. “Sí lo vi –
replicó el otro-. Al que no te vi fue a ti”. “Sus papeles”
-le pidió el patrullero. Acotó el conductor: “Papeles
los que estamos haciendo aquí tú y yo estorbando el
tráfico”. El agente se atufó. “Muéstreme sus
documentos”. El tipo abrió un portafolio: “¿De cuáles
quieres? -le preguntó-. Traigo cheques, pagarés,
letras de cambio.”. El oficial, exasperado por las
respuestas del individuo, le ordenó: “Acompáñeme”.
“Me vas a disculpar -adujo el otro-. No traigo la
guitarra”. El colmo fue cuando estalló el agente: “¡Le
voy a quitar la placa!”. “No la chingues -rogó el
cínico-. Voy a una carne asada. ¿Con qué voy a
masticar?”… Doña Lugarda reprendía
constantemente a su hija Perecina pues se pasaba
el día en la cama y no hacía nada de provecho.
Harta ya de la poltronería de la muchacha le dijo,
terminante: “O te buscas un trabajo o te vas de la
casa. Aquí no quiero yo gente güevona”. Ya se ve
que doña Lugarda sacrificaba la corrección
lingüística en aras de la claridad. Abreviaré la
historia: la holgazana se fue de la casa. Transcurrió
un par de años sin que su madre supiera nada de
ella. Un día Perecina se le presentó cuando menos
la esperaba. Llegó en coche de lujo con chofer;
vestía ropa de marca; lucía joyas rutilantes y bolsa y
accesorios de alto precio. Declaró que era dueña de
un departamento en Polanco, una casa en Valle de
Bravo y un hotel en San Miguel de Allende. Con una
gran sonrisa le dijo a doña Lugarda: “¿Ya ves,
mami? Y tú decías que acostada nunca iba a hacer
yo nada”. Ya en el lecho nupcial el novio no se
decidía a consumar el matrimonio. Le dijo a su
dulcinea: “Tengo miedo”. “¿Por qué?” -se sorprendió
ella. Explicó él: “Hoy en la mañana metí la llave en la
cerradura de la puerta de mi casa y se atoró. Luego
metí la llave en la cerradura del coche y se atoró
también. Metí la llave en la cerradura de mi maleta, e
igualmente se quedó atorada. Tengo miedo”… FIN.