febrero 5, 2025
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Alicia Caballero Galindo

El hombre que decidió morir (I)

diciembre 19, 2024 | 146 vistas

Alicia Caballero Galindo

 

Sentado ante el televisor, Daniel cambiaba constantemente de canal por inercia sin poner atención a ninguno de los programas, su esposa, Aurora, tarareaba una canción de moda mientras terminaba de asear la cocina después de cenar. Vivían solos, sus tres hijos, salieron de la ciudad a estudiar y se quedaron a vivir lejos de ellos. Se casaron y formaron sus hogares. Carmina, la única mujer, era la menor, con cierta frecuencia los visitaba con sus dos niñas, una de dos años y la mayor de seis, esos días, la casa se llenaba de risas y juegos. Llegaban intempestivamente y de igual forma se iban, ella trabajaba como contadora en una empresa y tenía poco tiempo libre. Uno de sus hijos varones, estaba en el extranjero y lo veían una o dos veces al año solamente, el otro, estaba soltero, pero pronto se casaría con una europea y seguramente radicaría lejos de ellos. El otro hijo, vivía en el país, pero era pintor y un bohemio, no tenía lugar fijo de residencia ni perspectivas de casarse, muchos amores y poca formalidad, ¡así son gran número de jóvenes hoy! Si no los aceptan como son, se alejan. Aurora, su esposa, viajaba con frecuencia a visitar a la hija, a él no le agradaba que lo sacaran de su rutina y se quedara solo por varios días. Su única compañía era un pequeño perro de raza indefinida que un día llegó siendo un cachorrito y a pesar de que a él no le gustaban los animales, la presencia de sus nietas en esos días, hizo que el perro se quedara, le llamó Blacky porque era negro. Aquel animalito, parecían hablar con solo verlo se ganó su lugar en la casa convirtiéndose en la sombra de Daniel. Recientemente se había jubilado después de trabajar 30 años al servicio de una empresa donde por largo tiempo se sintió importante porque coordinaba a un grupo de abogados que se encargaban del aspecto legal. Creía que, al irse, dejaría un espacio irremplazable, pero cuando decidió jubilarse, inmediatamente alguien ocupó su puesto y todo siguió como si nada. A los pocos días, nadie se acordaba de él y eso lo deprimió. ¡En fin! confirmó que nadie es indispensable en ninguna parte. ¡Así es la vida!, y hay que aceptarlo. Algunas tardes salía al café con sus amigos. Su esposa, ignorante de los pensamientos de su esposo, acomodaba en la alacena la provisión que acababa de comprar para la semana, con nostalgia recordaba los días en que sus hijos estaban con ellos, entonces sí guisaba mucha comida, porque no faltaban invitados, en cambio ahora, sólo los dos comían en casa y su dieta era limitada por las pocholacas que cada uno de ellos acarreaba. Suspiró de nuevo y quitándose el delantal después de terminar su trabajo, se encaminó a la sala con una taza de café para Daniel y otra de té para ella. Él la recibió con una sonrisa y una palmada cariñosa en la mano para volver a su monótona costumbre de cambiar a cada momento de canal.

—¡Por Dios Daniel! ¿Por qué no dejas un solo canal para tomarle sabor?

—¡Mujer! Apenas te sientas y ya me estás criticando. Deja que encuentre algo que me guste y le dejo ahí.

Aurora, acostumbrada al ritual, tomó su tejido y sin contestar se concentró en su labor. Esa misma noche, habló su hija para invitar a sus padres a pasar unos días a su casa, pero Daniel, como era de esperarse, se rehusó, y prefirió quedarse en su casa. Al día siguiente, después de dejar a su esposa en la terminal de autobuses, regresó a su casa, estaba atardeciendo, al entrar, Blacky saltó alegremente para recibirlo y de inmediato se acomodó en sus piernas al sentarse frente a su televisor. Por unos momentos se quedó con el control en las manos y lleno de hastío se puso a pensar:

“No cabe duda que los seres humanos, somos como las plantas; nacemos, crecemos nos preparamos llega el amor y nos casamos, recibimos con ilusión a los hijos y los formamos y éstos, llegado el momento, como aves, abandonan el nido dejando atrás todo lo demás para emprender su propio camino y nosotros, ¡qué!, ¡no me gusta mi realidad! Yo desearía mejor morir ¡Total! ¡A quién le hago falta ya! Tengo más de sesenta años, ¡ya rendí! ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué me queda? ¡Ya cumplí! ¡A nadie le hago falta! Aurora, con nuestra hija estaría bien, las niñas la quieren mucho, nuestros hijos, ya tienen su vida hecha.

Hundido en sus pensamientos, no se dio cuenta que estaban tocando a la puerta, Blacky desesperadamente le rascaba el zapato y corría hacia la entrada gruñendo y eso lo sacó de sus desoladores pensamientos; con paso cansado, caminó hacia la puerta donde alguien tocaba con insistencia

—¡Ya voy! ¡Ya voy! Que nadie se está muriendo.

Su voz le sonó extraña diciendo que nadie se estaba muriendo ¡qué ironía! Unos minutos antes, él estaba pensando que deseaba morir ante el hastío de su vida. ¡Se rió solo, con amarga ironía! Al abrir la puerta, vio los ojos abiertos y tristes de un niño de unos cinco años, parecía tener hambre y frío, su ropa estaba sucia y llevaba entre las manos un carrito de madera sin ruedas y despintado que abrazaba contra su pecho. Daniel desconcertado, sólo acertó a mirarlo. ¿Qué estaba haciendo ahí a esas horas? ¡Y solo!

Después de unos momentos de desconcierto, Daniel, recordó que él tenía dos nietecitas y soñaba con un nieto varón y ese niño, se veía solo y desvalido en medio de la noche, Blacky saltaba gustoso en torno al niño, era muy rara su actitud, normalmente ladraba a los extraños. No lograba comprender por qué ese niño en pleno diciembre, con un clima tan frío estaba solo, ¡eran más de las diez de la noche y ese pequeño, ahí… El niño, con una mirada triste, le tendió su manita que estaba helada y temblaba un poco, extrañamente, sin palabras, entendió que deseaba que lo acompañara, después de dudar unos momentos, revisó su bolsillo del pantalón para comprobar si traía su llave y de un golpe cerró la puerta después de dejar adentro a su perro que se quedó rascando la puerta y llorando.

—¡Bueno, listo, ya quedó cerrada mi casa! ¿Adónde quieres que te lleve?

Sin pronunciar palabra, el niño dio un suave tirón a la mano de Daniel y se encaminaron hacia el centro de la ciudad que estaba a escasas cuadras de ahí, una ligera bruma cubría el suelo y de pronto le pareció que desconocía las casas y edificios de esas calles que recorriera durante toda su vida. De pronto, se detuvieron a la entrada de un edificio y subieron por unas escaleras oscuras hasta una segunda planta, entraron a un departamento vacío y desde ahí, por una ventana distinguió en un cuarto de enfrente a un hombre joven que sentado en una mesa tomaba vino sin parar, estaba ya alcoholizado y parecía hablar y llorar al mismo tiempo. De pronto empezó a escuchar lo que decía:

— ¿Por qué tuvo que dejarme? ¡Sin ella, ya no quiero vivir!

Sin poder hacer nada, vio que el hombre abrió el balcón y sin pensarlo saltó al vacío pronunciando un nombre “Eugenia” después, ¡silencio! Daniel corrió hasta el departamento donde se tiró aquel infeliz hombre y vio en una repisa un retrato donde se veían felices el hombre muerto, una mujer sonriente y un niño, ¡era ese pequeño andrajoso y triste que había quedado solo porque su madre había muerto y su padre se había matado. Se asomó al balcón, pero no vio el cuerpo de aquel infortunado desconocido. Todo seguía igual, ir y venir de gente con bultos y regalos, risas, música navideña, de pronto sintió la manita fría del niño que lo impulsó a seguirlo.

Continuará

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