noviembre 21, 2024
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Alicia Caballero Galindo

El leñador

mayo 5, 2023 | 575 vistas

Alicia Caballero.-

Aquella tarde en especial me sentía libre, el viento de la montaña acariciando mi rostro y con los ojos cerrados, percibía el aroma emanado por los pinos. Llegué a media mañana, quería huir por unos días de la vida citadina. Disfrutaba dirigiendo aquella empresa de publicidad, pero era necesario recuperar fuerzas y reponerme de las tensiones del trabajo y acepté la invitación de mis tíos, para pasar unos días en su cabaña enclavada en la sierra a unos kilómetros de la ciudad, ellos vivían ahí, lejos del mundanal ruido. Me estaban esperando a almorzar. Después de una corta sobremesa y hablar de las novedades de la familia, descansé un poco en aquella amplia recámara que tenía una magnífica vista a la montaña. Terminé de leer una novela y disfruté una deliciosa comida con mis tíos, después, me enfundé en mis pantalones de mezclilla y una blusa de manga larga para salir a sentarme en una gran roca desde donde se dominaba una cañada. Me sentía libre sin los ruidos y el estrés cotidiano mientras sentía en mi rostro el viento fresco impregnado de los aromas del bosque. Después de un rato de contemplación, decidí caminar por los alrededores; me encanta escuchar el aleteo de las aves que huyen a mi paso y me miran desde una alta rama con aire de superioridad, sabiéndose inalcanzables. Desde niña he pensado ¿qué se sentirá volar con alas propias?… sonreí.

No supe cuánto tiempo caminé sin rumbo. Me detuve a contemplar el paisaje y escuché golpes de hacha cortando madera, eso me extrañó, porque en esa zona no vivía nadie, busqué la procedencia de aquel sonido y descubrí en un claro del bosque a un hombre con una camisa a cuadros, abierta hasta casi la cintura, que convertía en leña un árbol caído. Me quedé unos momentos contemplando el espectáculo, los hombres de la ciudad eran distintos, yo huía de la hipocresía y no me relacionaba con nadie que fuera extraño a mi trabajo. De hecho, tenía casi 30 años y aún no había encontrado un hombre con quien me gustara compartir mi vida. Repudiaba las imposiciones y la mayoría de los hombres tratan de dominar sin remedio. El leñador estaba tan embebido en su tarea que no se dio cuenta de mi presencia, cuando se detuvo para secarse el sudor que perlaba su frente, sus ojos se encontraron con los míos, pareció sorprenderse de verme y me sonrió levantando su mano en señal de saludo.

—Buenas tardes, señorita, no esperaba ver a nadie, usted no parece ser de por aquí. Los señores de la cabaña nunca vienen por estos rumbos.

Con naturalidad lo saludé y él se acercó tendiéndome la mano, por extraño que parezca me inspiró confianza su mirada y cuando sus manos me tocaron, sentí una extraña sensación de familiaridad, algo nos conectaba. Dijimos nuestros nombres. Alina, Iván…

Después de unos momentos de emoción nos sentamos en un tronco caído y descubrimos, al hablar, que coincidíamos en muchas cosas. Pese a estar en la montaña, Iván era culto y estaba actualizado en los devenires del mundo; era un gran conversador, compartimos una deliciosa carne que él traía para comer y agua de una pequeña cascada que brotaba de la roca. Sus grandes manos fueron el cáliz en donde la bebí y experimenté gran emoción. El tiempo se fue sin sentir, cuando empezó a caer la tarde, el viento se tornó más frío y me estremecí, él, con naturalidad pasó su brazo por mis hombros y me atrajo a su cuerpo, estábamos muy cerca uno del otro, su respiración acompasada se sincronizaba con la mía. Un relámpago y un fuerte trueno rompieron el momento y me levanté apresuradamente, sentí que la emoción me abrumaba. Venciendo ese sentimiento que me invadía, me despedí de Iván precipitadamente y me dirigí a la cabaña de mis tíos sin volver la vista. Ellos estarían preocupados por mi ausencia.

Esa noche no dormí bien, una y otra vez venían a mi mente los momentos mágicos vividos esa tarde. Al despuntar el día, abrí de par en par las ventanas. A pesar del frío, aspiré con placer el aire puro mientras veía ascender el sol en el horizonte. Ansiaba que el día transcurriera rápido para correr a la montaña en la tarde. Por momentos pensé que le estaba dando demasiada importancia al encuentro con Iván, pero… no lo podía evitar.

Al atardecer acudí al mismo lugar, pero no lo encontré y un tanto decepcionada me dispuse a regresar, el cielo estaba nublado y oscurecería más temprano. De pronto escuché su voz:

—Alina, espera, no te vayas…

Las nubes despejaron el sol y vi a Iván muy cerca de mí. No supe de dónde salió. Esta vez, nos miramos en silencio, nos abrazamos y caminamos de la mano por la ladera contemplando el paisaje. Experimentaba una plenitud que no conocía y esa sensación, sin duda, se la debía a él. Sentíamos algo especial, como si nos conociéramos de siempre, nos detuvimos un momento a contemplar dos águilas que sobrevolaban un picacho cercano donde al parecer tenían su nido. Apoyé mi cabeza en su pecho y él rodeó mi cintura, después de un rato, nos miramos largamente a los ojos y nos besamos primero fue una caricia suave y tierna, por instantes, se convirtió en una explosión y la sensación de encontrar algo, después de una larga espera, sus brazos acariciaban mi espalda y me aferré a su cuerpo con una insospechada pasión que nunca había sentido. El tiempo se detuvo mientras sus labios hábilmente jugaban con los míos, despertando una pasión guardada, que ni yo misma conocía y que estalló como un volcán. Sonreímos y caminamos en silencio con una sensación de felicidad que llenaba el alma. Cerca del arroyuelo estaba una cabaña, él me miró con dulzura diciéndome:

—Ven, entremos… creo que te esperé muchos años.

Nada sabía de él, Iván ignoraba cómo era mi vida, pero ambos sabíamos que algo había surgido y despertó al encontrarnos.

Vivimos tras esas paredes un amor único que sólo nosotros entenderíamos sin anclas, sin promesas, sin juicios… lejos de todo y de todos.

Fueron unos días de magia, donde nos encontramos así, sencillamente sin falso orgullo ni fingimientos ni promesas. Todas las tardes, yo acudía al claro del bosque y él me conducía a su casa. Cuando se llegó el momento de regresar a mi mundo, sencillamente lo hice, no me despedí, pero ambos sabíamos que volveríamos a vernos porque nuestros corazones lo requerían. Recordé en voz alta una frase de W. Shakespeare; “conservar algo que me ayude a recordarte, sería admitir que puedo olvidarte”. Cada vez que podía mis pasos me llevaban a la montaña y vivía un sueño con Iván.

En uno de mis viajes, mi tía me dijo con cierta preocupación al notar la frecuencia de mis paseos por el bosque.

—Ten cuidado hijita, no te alejes mucho; nosotros nunca vamos hacia el río, dicen que el leñador de la cabaña aún espera a su amada que un día se fue para no volver jamás. El hombre desapareció, no se encontró rastro de él, sólo Dios sabe si murió o se fue o vive como ermitaño en la montaña. Dice la gente de por aquí que aún ronda buscando al amor de su vida. De su cabaña sólo quedan sus cimientos, el tiempo y el abandono poco a poco la han destruido, de él, no se sabe nada…

Me estremecí, no comprendía aquella historia pues seguí viéndolo al atardecer cada vez que iba a la montaña; su acogedora cabaña era tibia y… ahí, yo era feliz.

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