Alicia Caballero Galindo
Las olas que mueren en la playa, lamen mis pies descalzos con su espuma que se disuelve en la arena, dejando la impresión de un delicado encaje. El sol, desaparece en el horizonte, como si el mar se lo tragara, dejando tras de sí celajes maravillosos mientras las nubes se mueven con rapidez impulsadas por el viento, como un caleidoscopio, mágico, cambiante, siempre distinto. Me detengo un momento a contemplar el espectáculo, mientras el viento juguetea con mi cabello suelto que flota libremente acariciándome la espalda y el rostro, como queriéndome consolar en mi soledad. Una lágrima resbala, rebelde por mi mejilla, no puedo entender aún porqué la vida me arrebató el amor. Apenas teníamos seis años de casados y Tomás, acababa de cumplir 32, aquella tarde aciaga, no he podido borrarla de mi mente; regresaba de mi trabajo, dispuesta a encontrarme con él, para cambiarnos de ropa y dirigirnos a la playa a ver la puesta del sol. A pesar de haber nacido en la costa oeste de México, cerca de Zihuatanejo, nunca perdimos el asombro y el placer de contemplar este espectáculo, pero aquella tarde aciaga, no fue así, porque al llegar a mi casa, lo encontré, en nuestra recámara, a medio vestir, tendido en la cama, casi sin respirar. Tenía una afección cardiaca hereditaria, que, a pesar de sus cuidados, el destino lo alcanzó y murió en mis brazos con una sonrisa y, alcanzó a decirme:
—Perdón, amor, te amo, siempre estaré contigo—con su último aliento, y apretando mi mano débilmente dijo —vive—
Después de eso, cerró los ojos para no abrirlos más. Han pasado ya más de dos años desde aquella tarde, pero no he podido reponerme de su ausencia y sigo viniendo al mar por las tardes, sola, imaginando que tal vez me lo pueda encontrar de alguna manera. Sé que es una locura, pero no lo puedo evitar. Me aconseja mi familia que me vaya de la ciudad y busque otros vientos, pero me resisto a irme, las cenizas de Tomás, se esparcieron en esta playa y… aquí estoy yo, esperando, no sé qué, pero esperando.
Debo ser más objetiva, trato de adecuarme a mi realidad, pero me cuesta mucho…
La claridad se extingue, se avecina una tormenta inesperada, algo propio de esta época de fines del verano, el viento arrecia moviendo todo a su paso, y me doy cuenta que he caminado mucho tiempo en la playa y estoy lejos de mi casa. No llegaré a tiempo para guarecerme, lo bueno es que conozco muy bien el terreno que piso, estoy a pocos metros de una cueva natural que me dará cobijo mientras pasa el peligro, ahí no hay alimañas porque es muy visitada por los turistas y los locales que amamos estos lugares, apresuro el paso, y al fin llego, hay mucha oscuridad por la hora y la nublazón, que no deja asomarse a la luna llena, sólo cuento con la linterna de mi celular. Lo bueno es que trae carga completa la batería. Antes de entrar a buen resguardo, distingo la figura de un hombre que se encuentra en una saliente, con los brazos abiertos y el torso desnudo, como si quisiera saltar, sin pensarlo, y sin medir el peligro, lo alcanzo y me abrazo a sus piernas, ante una gran ola que se estrella con furia y se lo llevaría si no lo detengo.
El hombre se sorprende, creía que estaba solo, y entre sollozos amargos, murmura:
—Yo quería morir, ¿por qué me detuviste? Ese era el momento.
Nada le contesté, lo ayudé a bajar, y juntos nos guarecimos en aquella cueva donde no llegaba el agua. En medio del silencio, sólo escuchábamos estallar la furia de la tormenta eléctrica y los truenos. La linterna del celular, producía, una extraña luz que nos hacía ver como fantasmas, ante un rayo que cayó cerca, desgajando una palmera que se encendió y se apagó de inmediato por la lluvia, deslumbrados por la luz y el estruendo, instintivamente nos abrazamos y así permanecimos en silencio, el ritmo de nuestras respiraciones se sincronizó y cerré los ojos, disfrutando del contacto físico y del momento. El desconocido, también guardó silencio y contuvo sus sollozos. Aquellos brazos fuertes, protectores, produjeron un cosquilleo, que hace tiempo no sentía. Algo me decía “estás viva”. Pasaron por mi mente y mi cuerpo, miles de sensaciones, que creía olvidadas. Experimenté una extraña paz, y al mismo tiempo, se encendía la necesidad física de mi cuerpo, añorando… escuché en mi conciencia la voz de Tomás:
—¡Vive! Te amo.
Cerré de nuevo los ojos y así permanecimos, no sé cuánto tiempo. Sentí la sangre fluir en mi cuerpo y me dejé llevar por el mágico momento.
El viento se calmó, las olas volvieron a ser una caricia en la playa y la luna llena, de nuevo mostró su rostro impasible, dando un aspecto mágico al paisaje, dándonos una visión más clara y pude ver el rostro de aquel hombre que me mantuvo abrazada durante la tormenta y me sentí atraída.
Él quiso hablar queriendo explicar la razón de su deseo de morir, pero yo le pedí que callara poniendo con suavidad mi dedo índice en sus labios. Ambos éramos jóvenes con tormentas secretas escondidas en el alma, pero el momento compartido, abrió un camino extraño y mágico que, tal vez, sólo tal vez, podríamos recorrerlo juntos.
Ambos sonreímos y caminamos sin hablar, sintiendo nada más la voz de corazones heridos necesitados de consuelo.