Alicia Caballero Galindo
Aquella tarde, cuando salí de la oficina, la ciudad me envolvió con sus sonidos naturales de ir y venir de vehículos, gente caminando presurosa por las calles, apenas unas cuantas nubes cruzaban el cielo azul donde los cuervos con su errático vuelo y sus graznidos, ponían un toque de vida. Me gustaba recorrer a pie las pocas cuadras que me separaban de mi casa, la vida de hoy, siempre de prisa, transportarse siempre en automóvil, con los cristales cerrados el clima puesto, y tal vez también la radio, nos convierte en ostras encerradas en mundos individuales que no se rozan entre sí. Ese día en especial, me sentía cansado de la rutina y hastiado de una cotidianidad sin muchas emociones. El relativo confort, va formando cadenas que insensiblemente atrapan.
Caminé unas cuadras hacia el norte por una de las calles aledañas y empecé a ver que, de un momento a otro, todo se tornó gris y extraño, como si hubiera traspasado de pronto un telón invisible. El viento empezó a soplar y el cielo se oscureció poco a poco, la lluvia se vino de pronto, estaba helada y sentí en mis brazos cada gota como un alfiler y el fuerte norte que soplaba, me empujaba dificultando mis pasos. Yo seguía caminando entre la lluvia y el viento, pero ni la lluvia ni el viento me calaba, mis pasos que eran lentos y dificultosos, se tornaron ligeros; ¡qué extraño! Caminaba entre la lluvia y no me mojaba. Miré a todas partes y veía gente caminar, pero como una película en blanco y negro ¡nada tenía colores naturales, las plantas con flores de las macetas en las ventanas, el cielo, mi ropa, todo, ¡todo era gris! Sombrío y extraño. Quise detener mis pasos, pero mi voluntad no controlaba mi cuerpo, seguía caminando. Me empezó a invadir un estupor extraño, no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. ¿A caso mi conciencia era sólo huésped en ese cuerpo que de pronto empecé a sentir extraño, y que me llevaba por un mundo aún más extraño? Empecé a marearme al sentir que mi mente estaba independiente de aquel cuerpo que me conducía. Bajé la vista para verme y no, ¡no era yo realmente! Estaba en un cuerpo alargado y gris como todo lo que estaba alrededor, cubierto con una túnica que bajaba hasta el suelo y un capuchón. Sin entender lo que estaba pasando, empecé a ver cuerpos grises también caminando por las calles con las cabezas cubiertas y en lugar de rostros, veía seres humanos pequeños con su colorido normal, atrapados en esos extraños cuerpos grises; se veían pequeños, desesperados, tratando de escapar de aquellos gigantes grises. Uno de esos seres atrapados, aparentemente gritaba, su voz no era escuchada, era un mundo extraño, de silencio e indiferencia. aquella figura gris, siguió su camino transportando a su presa. pensé en alguna manera para escapar porque no quería estar atrapado en ese cuerpo. Quería buscar algún espejo para verme, yo debo de estar igual, pero ¡cómo lo busco y cómo me detengo! Si no controlo los movimientos de este cuerpo que me transporta.
La angustia poco a poco va en aumento, ¿a qué hora llegaré a mi casa? Ni siquiera reconozco el camino. Trato de reconstruir lo que pasó, pero no encuentro nada que me diga cómo entré en este laberinto sin salida, cómo llegué a este cuerpo y no encuentro la forma de salir. Esperaré y me tranquilizaré para pensar con calma. Este pensamiento parece ser escuchado por “alguien” y resuena una estridente y ácida carcajada, pero creo que sólo está en mi mente. De nuevo la angustia me invadió cuando vi que algunos cuerpos se deshacían, los prisioneros se transformaban en mariposas, y volaban para desaparecer y otros, en escarabajos pestilentes que, al caer al suelo, eran aplastados por los caminantes de aquel mundo extraño produciendo crujidos desagradables y un extraño chillar de los insectos. Yo no quería ser ni mariposa ni escarabajo, deseaba volver a mi casa.
Me encuentro de frente con una figura que me pareció familiar y extrañamente distingo un rostro, y un cuerpo normal con los colores naturales entre todo aquel mar gris de anonimato, ¡es mi abuela materna! Yo pasaba con ella mucho tiempo cuando era niño, me agradaba estar en su casa. En el patio había árboles frutales, ahí experimentaba paz y libertad. Al acercarse, tomó de los hombros a aquel cuerpo que me aprisionaba y lo sacudió con fuerza, al instante me vi de nuevo como soy, mi abuela me abrazó y me dijo: “Regresa, hijo, no debes estar aquí, únicamente vine a liberarte y a regresarte aquella cadena con un crucifijo que dejaste abandonada el último día que estuviste en mi casa. Vete de aquí, no te detengas”.
Yo quería hablarle, pero sólo me sonrió con el amor de siempre colocando en mi cuello la cadenita con la cruz; experimenté paz al sentir en mi piel el calor de sus manos suaves y tibias. Dio media vuelta y se alejó para perderse en la bruma gris del ambiente
Nada entendí de ese extraño capítulo, en un instante, me vi en la calle, tirado en la banqueta con una mancha roja en un costado, gente a mi alrededor, y mucho dolor en mi cuerpo. Podía escuchar las voces de alarma, “se va a morir, mira cuánta sangre ha perdido”, “encuentren al agresor” Eran como un murmullo lejano. Lo último que escuché fue la sirena de la Cruz Roja y luego perdí el sentido.
Hoy vienen a mi mente aquellos recuerdos y vuelvo a sentir una gran confusión, cuando caminaba a mi casa aquel dos de noviembre, fui tocado por una bala perdida que me puso al borde de la muerte. Estuve en el hospital cerca de quince días, perdí mucha sangre y no sabían si viviría o moriría. Mis recuerdos son inciertos porque la debilidad me hundía en la inconsciencia. Después de más de dos años de aquel infortunado accidente aun no comprendo cómo llegó a mi cuello aquella cadenita con un crucifijo que un día perdí, en la casa de mi abuela.