La conciencia es la presencia de Dios en el hombre: Víctor Hugo
Nació en una de las calles del centro de mediana ciudad. Ahí creció, con el amor de unos padres buenos en una familia de clase media que batallaba para alcanzar con los gastos a fin de mes. Una familia sostenida por las ventas de un pequeño comercio con días buenos y malos. Era un niño como todos los del barrio, de juegos y buenos amigos en la calle y a quien le compraban zapatos sólo dos veces al año. No era excelente estudiante, pero tampoco malo, sus calificaciones eran aceptables. Los fines de semana le gustaba ayudar a su familia en el comercio, no faltaba a misa los domingos y después al río a comer. Alguna vez dijo que ese fue su tiempo más feliz.
En la secundaria y preparatoria conoció a los amigos que serían importantes en su vida. Un grupo de muchachos, también hijos de gente honrada, sencillos, sin más anhelos que hacer una carrera y formar una familia. Así entró en la universidad, ilusionado con su futuro, trabajando turnos enteros en el comercio de sus padres y vendiendo todo cuánto podía para pagar libros y demás gastos necesarios en la escuela. El día de su graduación fue inolvidable, la ceremonia sobria, pero significativa y la foto junto a sus padres exultantes, felices, agradecidos por el acontecimiento tan esperado.
Después vino la búsqueda de trabajo, las dificultades para encontrarlo y los años en los cuales no quedó más que seguir vendiendo todo el día en el negocio familiar. Frustrado era la palabra repetida después de sentir cancelados sus sueños de llegar a ser un próspero profesionista. En ese tiempo conoció a una muchacha de ojos grandes, se enamoró y aunque tenía muy poco para ofrecerle y le costó convencerla; se casaron, rentaron una casita modesta donde más tarde llegaron los hijos con sus cotidianas alegrías. Pero también aumentó el batallar económico, las carencias, los insomnios por no alcanzar lo necesario y muchas veces pedir prestado para la renta. Además, llegaron los problemas en el matrimonio por la falta de recursos. Las discusiones, el fastidio y el mal humor.
Así pues, el señor de esta historia, desesperado, un día fue a buscar a sus amigos de juventud, algunos ya eran hombres prósperos, bien casados, trabajando para las instituciones y viviendo en buen fraccionamiento. Otros se habían metido a la política años atrás y le platicaron lo bien que les iba. Lo invitaron a empezar de cero en las lides partidistas. No fue nada fácil al principio, tuvo incluso que soportar humillaciones, pero le agarró el modo al asunto. Olió el poder y le gustó; se le oyó decir alguna vez. Así llegó la buena suerte. Después de un tiempo, logró un buen puesto, luego otro mejor y más tarde un codiciado cargo de primera fila. Todo le cambió. Dejó la casita de renta, se construyó una muy buena casa inteligente en uno de los fraccionamientos exclusivos donde vivían sus buenos amigos dinerosos.
No supo mucho de sus hijos. Pero por lo demás todo parecía perfecto. Hasta galán se volvió el citado señor, cuando nunca había tenido mayor suerte, pues hasta las muchachas de su juventud se burlaban a escondidas de su físico. Pero eso era pasado. Con la fortuna de su lado, saboreaba, paladeaba cada momento de poder, cada vez que le decían sí señor como usted diga. Así cuando decidía algo, incluso la suerte de otros. Poner y quitar personas como en un juego de ajedrez. Porque quienes eran sus subordinados debían saber halagarlo, decirle que era el mejor. Y tonto no era. Aprendió bien de política y en tiempo de campañas se entregaba con pasión. Todo parecía ir de maravilla. Manejaba la camioneta más grande y su mujer podía presumir sus carísimas bolsas, joyas y viajes a lugares paradisiacos. Habían superado sus expectativas. Pero cuando llegaba la noche pensaba en sus padres, en lo que le inculcaron, en los juegos de su calle, en el tiempo más feliz, sin dinero y sin miedo. Y luego estaba su conciencia. Esa voz que de pronto aparecía y le quitaba el regusto de estar bien.
Fue en una contienda electoral cuando llegaron sus males. El médico le advirtió cuidarse en extremo, retirarse incluso. Pero no pensaba renunciar al poder, al placer que eso conlleva. Se jugaba el todo por el todo en esa campaña. Una contienda competida, no exenta de golpes bajos, violentos. Ya no era joven. A veces se sentía vencido por el cansancio, el dolor. Así llegó el día definitivo. Amaneció optimista pese a que algunas encuestas no eran favorables. Estuvo pendiente todo el día de sectores y seccionales desde su lujosa oficina. Cuando llegaron los primeros resultados que reflejaban casi un empate, le llegaron los dolores. Uno como un golpe en el corazón lo dejó sin aliento. En ese instante aparecieron como en una pantalla sus memorias de niño, su tiempo más feliz.
Es la historia de un señor como hay muchos cerca y lejos. Dicen que en el infausto día se preguntó si había valido la pena. No supe que respondió. Cuentan que nadie le agradeció nada. En su despedida sólo estuvieron unos cuantos. Y ni su esposa lo acompañó.