septiembre 7, 2024
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Alicia Caballero Galindo

Escúchalos aullar

julio 11, 2024 | 137 vistas

Alicia Caballero Galindo

 

Uno, dos, tres, ¡cuatro! Cuatro estrellas fugaces he visto esta noche y, por supuesto, he pedido cuatro deseos. ¡Qué bien se siente dormir bajo las estrellas! La noche será mágica, aunque todavía hay algo de claridad. Estoy acostado boca arriba en mi catre, lo he colocado en el patio, me encanta mirar el cielo y las estrellas, imaginando cosas bonitas. En mi casa cada uno de nosotros tiene su catre; se le llama de tijera son dos formas iguales en las que se clava con tiras de madera una lona resistente o una pieza de ixtle las tijeras, sostienen la tela. Cuando no se usa, se cierran con la tela hacia afuera, y se guarda en un lugar donde no estorbe.

En estos días de vacaciones es bonito dormir hasta tarde porque no tenemos que madrugar para la escuela. Yo terminé sexto año de primaria y pronto entraré a secundaria. Para llegar a tiempo, debo de levantarme temprano, vivo en el rancho y necesito caminar casi un kilómetro por el borde de la Laguna Madre, en la costa de Tamaulipas. La escuela más cercana está en el ejido.

¡Ah! Qué agradable el viento que viene del mar. Tiene un olor especial a yodo y sal…

Escucho aullar a un coyote, parece estar cerca, es algo normal, debe andar por el cementerio, no tarda en contestarle un compañero que lo escuche por ahí, estaré atento, me gusta el eco de sus aullidos. Pasan unos momentos y de nuevo aúlla, ahora más cerca, empiezo a preocuparme, ninguno le contestó el llamado, a los pocos minutos aúlla por tercera vez sin que otro coyote le responda. En ese momento, recuerdo las palabras de mi difunta abuela: “cuando el coyote aúlla tres veces sin que otro le responda, es que alguien morirá pronto”.

Se me pone la piel de gallina y me levanto como flecha de mi catre para entrar a la cocina, mi mamá está haciendo de cenar, mejor me olvido del caso, ceno y me acuesto —pensé— Esa noche cené en silencio y le pedí a Lupe, mi hermano mayor, que me ayudara a meter mi catre, esa noche no dormiría bajo las estrellas.

Al día siguiente, me levanté temprano; ya había olvidado al coyote y los presagios de la abuela. Me gustaba mirar desde la orilla de la laguna la llegada de los pescadores, con sus redes cargadas de camarones. Había mujeres que los esperaban con cazos conteniendo agua hirviendo sobre una fogata de leña; parte de los camarones, eran arrojados al agua hirviendo y de inmediato se tonaban rojos; después de escurrirlos, nos los ofrecían regalados o vendidos en un papel de estraza con medio limón. Era una delicia sentarse en un viejo tronco a saborear camarones recién pescados y cocidos mientras el sol parecía salir del mar para ascender con rapidez por el cielo. Mi casa estaba cerca, muy cerca de la laguna.

Era casi medio día, jugábamos todos los niños del rancho cerca del borde de la laguna y escuchamos disparos, no fue motivo de alarma porque sabíamos que, en esa época, los cazadores venían de fuera a tirarle a los patos. Esas detonaciones, eran comunes, por lo que no nos extrañó que los disparos se sucedieran una y otra vez, se escuchaban cada vez más cerca.

Suspendimos nuestros juegos porque escuchamos la voz de una mujer que corría desesperada por la playa llorando y gritando, de momento no entendimos lo que balbuceaba entre llantos. Cuando estuvo cerca nos dimos cuenta que era doña Laura, la vecina del rancho más cercano y mamá de Teresita, una de nuestras compañeras de la escuela.

—¡Le dispararon a mi Teresita! ¡Ayuda! ¡Ayuda por favor! ¡Alguien haga algo!

La mujer cayó desfallecida cerca de donde nosotros jugábamos y fue impactante. Estaba bañada en llanto y tenía manchas de sangre en su ropa.

Mi mamá, de inmediato llegó ante los gritos de su vecina, mi papá, salió de la labor con un azadón en la mano y se quedaron paralizados ante la mujer tirada en el suelo, sollozando y hablando palabras sin sentido. Lo que más me impresionó fue ver su ropa con manchas de sangre.

Algo le dijo mi papá a mi mamá al oído y ella, de inmediato, nos hizo entrar a la casa y nos encerraron a todos en uno de los cuartos, ordenándonos que por ningún motivo saliéramos de allí si no nos llamaban.

El sol estaba en lo más alto del cielo, el calor era sofocante y nosotros desde el encierro, escuchábamos el ir y venir de gente. Llegaron de la ciudad policías en patrullas y en pocos minutos se llenó de gente extraña.

Nosotros podíamos ver a medias por las rendijas de las paredes que eran de ramas secas y enjarre. Se hacían unos huecos que nos dejaban ver el ir y venir de gente.

Horas más tarde, escuchamos la sirena de una ambulancia y después ¡nada! Un silencio extraño que parecía golpear los oídos, sólo era roto por el monótono sonido de las cigarras que entonaban su monótona canción. Después de un tiempo de silencio, que me pareció eterno, mi mamá abrió la puerta, para dejarnos salir. Comimos en silencio y esa tarde ya no hubo juegos ni risas, nos quedamos en la casa ayudando a mamá.

Al día siguiente, bien recuerdo, íbamos todos en un cortejo fúnebre hacia el panteón, yo iba con mis hermanos en la caja de una vieja camioneta pikup de mi papá. Nos dieron a cada uno una flor blanca para dejarla en la tumba de nuestra compañera muerta por una bala perdida.

Vino a mi memoria la noche anterior al accidente en que escuché los tres aullidos del coyote que no obtuvieron respuesta; aullaba desde el panteón que está cerca de mi casa, anunciando que alguien moriría, y el presagio se cumplió. Yo me estremecí con el recuerdo del lobo, y tuve cuidado de no maltratar la flor blanca que llevaba entre las manos para dejarla en la tumba de mi compañera que no regresaría a clases después de las vacaciones…

¿Hasta dónde podemos confiar en las consejas populares?

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