El sudor perlaba mi frente; eran casi las tres de la tarde y yo caminaba por la calle solitaria, increíble pero mis pasos resonaban huecos por la banqueta, sólo eran interrumpidos por uno que otro perro callejero y famélico que con ojos de tristeza y desconfianza me miraban al pasar. Algunos, agitaban la cola en busca, tal vez, de una caricia y otros, la metían entre las patas, me enseñaban los dientes y se alejaban sin dejar de mirarme, gruñendo, prometiendo una buena mordida si me les acercaba. No había gente caminando como… como hace tanto tiempo, ni siquiera llevo la cuenta de los años que se confunden con los días y las semanas. Hace una semana, regresé de la capital, después de largos años de ausencia. Todo se ve aparentemente igual, pero se respira el miedo en el aire, negocios cerrados, paredes con muestras de impactos de balas, puertas con candado. No se miran ventanas abiertas ni niños jugando en la calle. Los vendedores que pregonaban por las calles sus mercancías, brillaban por su ausencia. Los pocos transeúntes con quienes me encontraba, miraban fijamente el suelo, sólo levantaban la vista si escuchaban un ruido fuera de lo común, al parecer, en estos tiempos, circular a pie ¡tiene sus bemoles! Escucho sirenas, me pego a la pared como estampilla y volteo a todos lados a ver por dónde vienen. Busco instintivamente alguna puerta abierta o un resquicio dónde protegerme por si acaso, contagiado con la sicosis reinante. Sólo veo portones cerrados, cortinas metálicas cubriendo los pocos aparadores que aún hay. Camino hacia una tiendita que parece segura porque tiene ventanas pequeñas y la construcción es antigua, de sillar, pero antes de que alcance la entrada, todo se cierra. Llamo a la puerta, pero ya no me responden. Tienen razón, no me conocen. el sonido de la sirena, cada vez se acerca más y la verdad, no sé qué hacer, si corro y me alcanzan, me pueden confundir y me disparan. Si me quedo quieto y pasan por aquí, estaré en medio de una batalla ¡que no es mía! Y las balas no distinguen a la gente, sólo salen veloces impulsadas por la pólvora sin mirar a dónde se van a clavar, son impersonales y efectivas, llegan a donde las dirigen y siembran dolor y muerte.
¿Qué hago? ¡Cada vez se escuchan más cerca! Voy a seguir caminando hasta… hasta que pueda y después, ¡Dios dirá! Es el único que está a mi lado; aún confío en Él. El calor y el miedo, hacen que el sudor empape en mi espalda la camisa, las gotas que perlan mi frente se resbalan entre mis cejas y entran a mis ojos, ¡cómo arden! Lo peor es que nublan mi visión y eso es peligroso, sigo caminando pegado a la pared y escucho el sonido de varios autos dando la vuelta en la esquina rayando las llantas y empieza, justamente frente a mí, la balacera. De pronto, siento un fuerte tirón en el brazo y antes de darme cuenta, alguien me jala al interior de un patio por un portón que se entreabre sólo para dejarme pasar. Ya estando adentro, me doy cuenta que el chamorro derecho me sangra y siento dolor. No me di cuenta en qué momento pasó. Entonces veo los cansados ojos de don Herminio, el dueño de la tiendita que cerró, pero al reconocerme, me abrió el portón de su patio y me jaló para protegerme. Me pidió a señas que no hablara y me condujo a su recámara; con mi pañuelo me hice un torniquete, descubrí que la bala había entrado y salido de mi chamorro, no era tan grave, pero ¡cómo dolía al irse enfriando!
Fue una sinfonía completa de detonaciones de varios calibres, gritos, insultos, quejas, carreras y al final, detonaciones aisladas, sordo sonido de cuerpos que se arrastran, luego, órdenes a base de improperios, requiriendo recoger a los muertos. Después, el sonido de vehículos alejándose. Todo pasó en el lapso de menos de quince minutos. Cuando nos atrevimos a salir, sólo nos recibió en la calle, el ardiente sol que sin piedad nos abrazaba, y algunas manchas de sangre ennegrecida empezándose a secar por el sol. Era un espectáculo, como de un cuento de terror. Me costaba trabajo caminar cojeando porque no podía apoyar el pie, y emprendí el camino a mi casa… todo se veía tranquilo, como si nada hubiera pasado, el aire enrarecido y un olor a muerte, que se sentía, más que en la nariz, en la conciencia. Seguí mi camino deteniéndome en la pared, no sin antes darle las gracias a mi protector por salvarme la mi vida. Mientras avanzaba, veía mi sombra proyectada al frente, alargada y grotesca ¿Cuánta sangre se habrá regado en esas banquetas? ¿Cuántas historias quedarían embarradas en esas paredes que me sostenían mientras caminaba? ¡qué lástima que no puedan hablar esos muros y murmurarnos sus historias! Poco a poco, empezaban a transitar vehículos y gente en bicicleta por aquella calle. Uno que otro transeúnte a pie, caminaba por las banquetas y todo volvió a una relativa normalidad. ¡Qué lejos se me hacía mi casa! A pesar de estar a dos cuadras de donde me hirieron. Es que caminar con una herida fresca y sin curar, con este calor no es cualquier cosa, mi vecina, doña Matilde, alzó los brazos al verme. Yo le dije simplemente que fue mala suerte estar donde no debía por mera casualidad. Una lágrima resbaló por su rugoso rostro, cuando pasé a su lado, me dijo:
—Daría cualquier cosa por ver de regreso a mi nieto Saúl, aunque fuera cojeando, hace varios meses que no sabemos de él desde el día que se lo llevaron. No sabemos si vive o no y eso es la mayor angustia que una madre no puede resistir.
Cuando entré a mi casa, di gracias a Dios de que sólo hubiera sido una bala en mi pierna. Mi madre me abrazó en silencio, recordando tal vez, el día que mataron a mi padre justo en la puerta de la casa, una bala perdida, le partió el corazón, nada pudieron hacer. Se seguían escuchando sirenas, pero ahora lejos. ¿Hasta cuándo terminará esta pesadilla? ¡No es un cuento! Es la realidad que viven muchos lugares.