—¡Al suelo hijo, ya comenzó de nuevo!
Se empezaron a escuchar una serie de detonaciones; al parecer eran armas de distintos calibres. No parecían estar muy cerca, pero Herlinda, temía que su hijo de diez años, corriera la misma suerte que su esposo, por eso, lo abrazó y se tiraron al suelo. Apenas unas semanas antes, se encontraban los tres terminando de cenar, se escuchó una balacera y de pronto, una bala perdida, entró por la ventana y le dio en la frente, quedó fulminado sobre la mesa. Nadie supo de dónde vino el disparo, pero murió instantáneamente, al menos, no sufrió. No había tampoco quien investigara y el crimen quedó en ¡nada! Desde ese día, comían en la cocina que no tenía ventanas hacia la calle. La mujer pensaba que sería difícil salir adelante; tendría que trabajar el doble para mantener a su hijo. De por sí, la vida era difícil y ahora, ella estaba sola. Permanecieron debajo de la mesa por un tiempo, mientras en la calle empedrada, se escuchaba el correr de gente y gritos amenazantes alternados con improperios. Después de algunos minutos que parecieron eternos, el eco de los disparos pareció alejarse hasta desaparecer y un silencio de muerte caía como cortina de hierro sobre aquel pueblo en el que había unos dos mil habitantes cuando mucho, pero la población estaba mermando porque unos morían bajo las balas y otros huían con todo y familias dejando atrás sus pertenencias, sus recuerdos, parte de su vida.
—Parece que ya se fueron. Esperaremos un poco más y nos vamos a encerrar a la recámara; ahí hay menos peligro.
Sólo se escuchaban las respiraciones agitadas de Herlinda y Tomás, su hijo; a lo lejos, los grillos con su monótono cantar, continuaban impasibles y los perros aullaban y ladraban por todo el pueblo, como si presintieran a la muerte que rondaba por ahí. El tren de carga que pasaba por las noches, con su silbar melancólico anunciaba su llegada y Herlinda suspiró pensando.
“¡Cómo quisiera poder irme con mi hijo, en ese tren, aunque los recuerdos se queden enterrados en nuestro pueblo!”.
La voz del niño la sacó de sus pensamientos
—Vámonos a dormir mamá, parece que ya se apaciguaron.
Con miedo aún, rezaron y se quedaron dormidos. Desde la muerte de su esposo, dormían juntos.
Al día siguiente, amanecieron en la placita, a una cuadra de su casa, el cuerpo del carnicero y el boticario con un disparo en la nuca y las manos atadas a la espalda. Ya no les causaba mucha extrañeza; el dolor y el miedo, poco a poco insensibiliza. ¡Qué ironía! La gente, al saber la noticia, secretamente pensaba; “qué bueno que no fui yo”.
Herlinda, amaneció pensando en lo que haría para sobrevivir con su hijo. Buscaría trabajo ¡dónde! Los pocos negocios que había, estaban cerrando, ella no tenía estudios, por lo tanto, no tenía muchas oportunidades. Ya le quedaba poco dinero, tendría que hacer algo, pero… ¡Qué! La casa donde vivía era prestada y en cualquier momento se la pedirían, los muebles ¡cuáles muebles! Lo poco que tenía era viejo y no le darían nada por ellos. Preparó las últimas cucharadas de café sin azúcar, porque ya no tenía y un poco de pan blanco. Su hijo ni iba a la escuela desde que comenzó el desorden porque el maestro se fue del pueblo por miedo a la inseguridad. Ella, se sentaba con el niño a ver sus libros y hacía lo que podía. Herlinda decidió salir y buscar a su comadre Teresa; dos cabezas piensan más que una, recomendó a su hijo que no saliera, se encomendó a Dios y se fue. Tendría que dar un rodeo para no pasar por la plaza; ahí se paseaban gentes armadas y eso le daba miedo.
Al llegar a la casa de Teresa, sintió el aroma de café nuevo y de chorizo, recién guisado ¡qué extraño! ¿de dónde sacaría para comprarlo? Ella estaba en las mismas, su hombre se había salido del pueblo y no sabía de él desde hacía mucho tiempo.
—Buenos días, comadre; qué rico huele su cocina. ¿Cómo le hizo para conseguir comida?
Después de unos segundos de duda, Teresa la llevó a la cocina y en tono bajo, le dijo
—¡Hay comadre! Hace unos días se me metieron unos hombres armados a la fuerza y me pidieron de comer; yo no tenía nada qué darles y me moría de miedo, a la niña la tenía con fiebre y estaba quietecita en el otro cuarto. Uno de ellos, trajo una bolsa con huevos y chorizo y dijo que les hiciera de comer en paz y no me pasaría nada. Yo obedecí y cuando se fueron, me dejaron lo que les quedó y un poco de dinero; me dijeron que me quedara calladita y no pasaba nada, así lo hice, con ese dinero podría curar a mi niña.
Herlinda, con los ojos llenos de terror la escuchaba y pensaba; ¿serían las balas de aquellos hombres las que mataron a su esposo? ¡Sólo Dios!
Teresa, sin imaginar lo que pensaba Herlinda, continuó diciendo:
—Mire comadre; yo cerré los ojos y pensé que con ese dinerito podría aguantar unos días; ¡de qué quiere que viva! Tengo que darle de comer a la niña.
—Pero eso es peligroso; ¿por qué mejor no nos vamos del pueblo? Vámonos a la ciudad; allá vive mi hermano Camilo y podríamos quedarnos en su casa mientras buscamos trabajo usted y yo comadre. ¿No cree que es mejor? Aquí las cosas están que arden. Está llegando más gente armada que no conocemos y ¡quién sabe en qué parará todo esto! Acuérdese que aquí casi no hay hombres, todos se van a los estados de la frontera en busca de fortuna, allá en el otro lado, aquí, estamos más mujeres y niños.
Teresa lo piensa unos momentos mientras le hace un taco a Herlinda
—Hay qué pensarlo bien; ¿cómo estará la vida en la ciudad?
—Tal vez igual, pero allá hay más gente y nos notamos menos
—¡Eso es cierto! Podemos irnos un día de estos.
Después de un rato de plática, las comadres se ponen de acuerdo y deciden irse al día siguiente aprovechando el dinero que tiene Teresa. Arreglan sus cosas y al otro día, antes de salir el sol, abordan el destartalado camión que las llevará a un destino incierto, a una ciudad inhóspita y sin más referencia que la casa del hermano de Herlinda con el que compartirán su vivienda y sus problemas. Cuando el autobús se aleja, dejando atrás el pueblo y sus recuerdos, por el escarpado camino, que se abre paso entre los altos pinos que rodean aquel pueblo del centro del país, las dos mujeres en silencio rezan por el futuro incierto que les espera, sin evitar las lágrimas que ruedan por su rostro. El futuro de sus hijos está en juego. Sus muertos, como fantasmas se perfilan en la estela de polvo que deja el camión en el camino.
A lo lejos, se ve una procesión de vehículos que van por el monte a gran velocidad perseguidos por tanquetas blindadas. ¡Hasta cuándo!