Al ladrido de los perros se despertaron, era evidente que alguien se acercaba a donde estaban, por lo que cada vez los perros se alarmaban más y su ladrido era más fuerte.
Era una mañana gris, con aire helado, que calaba hasta los huesos, de las láminas del tejaban que tenían, prendían gotas de agua que se habían convertido en hielo.
‘El Sorcho’, un perro criollo de trabajo, criado en el rebaño de las cabras, brincó la cerca de rama del corral y ferozmente fue al encuentro del sujeto que se acercaba; la ‘Lágrima’, perra de color pinto de negro, inmediatamente se acercó a los hermanos, sabía que tenía que protegerlos.
Por la vereda que bajaba al cañón de ese par de cerros verdes y alejados del pueblito donde vivían, muy de madrugada llegaba Pancho hasta la majada; días antes la habían instalado y el plan era permanecer ahí por una buena temporada, en lo que las chivas parieran.
Como vio al Sorcho muy decidido, no tuvo más remedio que gritarle a Ángel “háblale al perro mijo”, éste ya estaba parado y de frente, pero solo alcanzaba a ver el bulto que iba enredado en una cobija, de inmediato conoció la voz, calmó al perro y volteó a ver a Benito, “es tío Pancho” le dijo.
Esa madrugada la había sufrido por la helada que les había caído en la majada, por eso su tío en la noche que vio las estrellas, sabía que tendría que ir a verlos muy temprano.
La majada era un paraje provisional que los mayores les construían en determinado punto entre el monte, ahí con un par de láminas hacían un techo y abajo un tapanco de tablas que servía de cama, mientras pastoreaban las cabras en el día, juntaban algo de leña para lumbre y cada tercer día les llevaban lonche, tortillas, algo de pan y ellos se llevaban la cuajada para los quesos.
El corral para encerrar el rebaño lo construían de ramas, y dentro del mismo, con estacas de palo, amarraban los cabritos para que no salieran al campo, por las tardes los soltaban para amamantarlos y en las mañanas los volvían atar, la mayoría de las chivas eran cuateras, era muy raro que alguna pariera tres.
Durante su estancia en las majadas, cuidaban de los animales entre los cerros, les cortaban ramas como huizache, huajillo, también quiotillo y muchas otras; en la región el clima era fresco, por lo que bebían agua cada cuatro o cinco días en algún bordo, incluso en las tinajas que iban encontrando en el monte.
La noche previa a este particular amanecer, los hermanos Ángel y Benito no podían dormir, por la tarde habían tomado algo de leche tibia y un par de gorditas recalentadas en el braserío; ya oscuro, desensillaron el burro en el que andaban y pusieron los suaderos en la cama, sabían que esa noche sería fría y muy larga.
La leña se terminó durante la noche y por más que Ángel, el hermano mayor, y quien solo contaba con 13 años, buscaba un tronco para lumbre, ya solo le quedaban cenizas calientes y una que otra brasita a medio apagar, fue entonces que reaccionó; se metió al corral y entre las chivas, y con el machete, escarbó un pequeño pozo, fue por su hermano Benito, quien apenas tenía seis años, lo enredó en la cobija y lo cargó hasta aquel hoyo, pensaba que si él tenía frío, su hermano se estaba congelando.
Luego de acomodarse en el cierre de las cabras, taparse con la cobija y los suaderos; acercó los animales que pudo hacia a ellos y fue así, con el calor de las chivas y él estiércol de las mismas, que lograron aguantar la helada que estaba cayendo en la majada.
Eran pastores de cabras, ellos no sabían que había escuela, cada vez que eran enviados a la majada, su madre se quedaba intranquila, eran un par de niños con responsabilidades de adultos; como esa noche, en la que juntos y gracias al calor de los animales que cuidaban, lograron dormir un poco hasta que los feroces ladridos del Sorcho y la Lágrima los despertaron, cuando Pancho, su tío, ya iba por ellos.
Hasta la próxima.